Jamás había tenido este país un gobierno que, en tan breve espacio de tiempo, ocupara tantas páginas a golpe de escándalos. Pedro Sánchez quiso configurar un equipo mediático y hay que reconocer que, aunque de un modo algo peculiar, lo ha conseguido. Apenas tres meses y medio han bastado para alcanzar este inesperado protagonismo que se atropella a sí mismo, a fuerza de concatenar un embrollo con el siguiente. Tal es la velocidad de los acontecimientos, que uno se olvida del efímero paso de Màxim Huerta por el Ministerio de Cultura e, incluso, de la más reciente dimisión de Carmen Montón. O del engendro de tesis doctoral del presidente. Ahora les toca a Dolores Delgado y a Pedro Duque. Da la impresión de que, en el gabinete ministerial, sus miembros y «miembros» andan luchando por disfrutar de su particular semana de gloria. O de pasión, según se vea.

Se hace innecesario insistir en el caso de la ministra de Justicia. Solo el interés por evitar un tercer fiasco, le ha permitido resistir temporalmente en el puesto. Ya fue desautorizada por Sánchez cuando rehusó ofrecer apoyo legal al juez Llarena. Al jefe del Gobierno también le pilló de viaje; en esa ocasión, por tierras chilenas. Ahora, las continuas y poco creíbles rectificaciones de Delgado le han quitado el sueño a un presidente que parece buscar la paz en la otra orilla del Atlántico. Cuando una ministra miente, descalifica y oculta conductas cuando menos censurables de terceros -o, en su caso, difama si estas no fueran ciertas, que lo de las fiestas con menores está por ver-, no tiene otra que renunciar. «Se ha dejado la vida por España», dice su mentor Baltasar Garzón, también buen amigo de Villarejo y demás tropa. Puede que así sea, pero no más que cualquier policía, bombero, militar o sepulturero. Burdo argumento exculpatorio.

Mientras la tormenta azuza, Pedro Sánchez insiste en que no se mueve hasta que concluya la legislatura. Durante su periplo norteamericano, ha vuelto a demostrar su tendencia a cambiar de opinión según interese, abandonando las críticas que hace apenas un año dedicaba al tratado de libre comercio entre la UE y Canadá (CETA), para acabar calificándolo como un «modelo a seguir». Todo sea por aparentar semejanzas con Justin Trudeau. Tampoco ha faltado la deseada foto de familia con Donald Trump, compensando así el desplante sufrido en la cumbre de la OTAN celebrada en julio en Bruselas. Otro recuerdo más que incluir en el álbum personal, como ya hiciera forzando una entrevista con Obama. Lástima que sea imposible añadir un recuerdo junto al difunto JFK, del que Sánchez no pasa de ser un simple imitador de sus gestos.

Refugiado en su actividad internacional, el presidente ratifica que aquí -en España, vaya- no pasa nada. Con un «voy a quedarme hasta 2020», deja claro que no renunciará al poder que tanto le costó alcanzar, después de cosechar los dos fracasos electorales más estrepitosos en la historia del PSOE y de su derrocamiento como consecuencia de éstos. Volvió y, ciertamente partiendo con todo en contra, alcanzó su objetivo. Así que nadie venga ahora a jorobarle con tonterías como la de usar helicópteros públicos para acudir a bodas familiares o conciertos privados. Menos aún le amargue la fiesta un ministro o ministra cualquiera. ¿Que sufre el partido? Poco importa porque, cuando llegue la hecatombe, ya habrá saciado su ego. Al fin y al cabo, Rajoy y Soraya también acabaron por darle la puntilla al PP. Primos hermanos.

Para mostrar que España va bien -y, el Gobierno, aún mejor-, Sánchez maneja a su antojo los datos que obtiene el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Su último barómetro, más que quemarse en la cocina salió poco horneado de ésta, como resultado de la modificación de la fórmula de cálculo utilizada habitualmente. Ya explicará José Félix Tezanos, exsecretario de Estudios y Programas del PSOE y actual presidente del CIS, cómo cuadra una pérdida de 5,3 puntos de intención directa de voto con un aumento del 0,6% en el voto estimado. Curiosamente, solo el PSOE pierde votos en el último barómetro (esos 5,3 puntos) y, sin embargo, es el que más sube en la estimación de voto. Más que un milagro de las matemáticas, huele a chapuza.

Detrás de la supuesta complejidad demoscópica, parece encontrarse algo mucho más simple. Basta con multiplicar por 1,6 el voto declarado a los cuatro partidos con mayor apoyo electoral, para obtener el porcentaje de votos que estima el CIS. Dicho de otro modo, variables como la simpatía o el recuerdo de voto acaban pesando lo mismo, independientemente de la formación política. Hagan el cálculo y verán la simplicidad de la nueva fórmula. En consecuencia, no hay quien se crea los datos, aunque, eso sí, la información real está a disposición del Gobierno. Solo para ellos, que para eso el CIS está a su servicio. Y serán estos estudios demoscópicos, pagados con el dinero de todos los españoles, los que servirán de orientación para que Sánchez decida cuándo convocar elecciones. Si sus ministros le dan un resquicio de tranquilidad, obviamente.

Con todo, a Pedro Sánchez se le debe reconocer un mérito que obliga a la reflexión. En su experimento como «seleccionador» de ministros, optó por candidatos de reconocido prestigio social y profesional. Gente alejada, en mayor o menor medida, de esa clase política tan devaluada en los últimos años. Los errores ahora conocidos, por cuanto proceden del pasado personal de cada uno de ellos, evidencian que la maldad no se adquiere con el ejercicio de la política, sino por esa picaresca innata de los españoles. Puede que la política incremente su intensidad y frecuencia, pero los listillos ya llegaron siéndolo. Corruptelas propias del común de los mortales que, sin embargo, inhabilitan para regir los destinos de este país.

A la vista de cómo anda el patio, las palabras de Dolores Delgado siguen teniendo vigencia en la actualidad. En sus conversaciones con Villarejo y compañía, la ministra decía que «la imagen que se está dando es horrible» y que España «parece un país bananero de coña». Tenía razón.