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Contra los pelmazos quejumbrosos

La avidez por comunicar desgracias

Uno de los cuentos más divertidos que conozco se titula "La ventana abierta", del británico Saki. Un hombre aquejado de estrés visita por vez primera cierta mansión de la campiña inglesa. Nada más saludar a la joven que lo recibe, espeta a la muchacha una lista pormenorizada de las enfermedades y males que lo aquejan. El narrador del relato comenta irónico sobre el quejumbroso tipo: "Creía, como tanta gente, que los perfectos desconocidos y los conocidos ocasionales se mueren por conocer hasta el último detalle las dolencias y los padecimientos de uno, su causa y su cura". Por lo oído y escuchado este verano recién muerto, tal parece que así sea. Tal parece que ya no encuentra barreras prudentes la maleducada pulsión de solmenarle al prójimo las cuitas propias con todo lujo de detalles, incluidos los más repulsivos y nada más verlo.

Tal parece que la avidez por comunicar desgracias no conoce límites ni demoras. Tal parece que el personal no ve el momento de salir a la calle - o a esa calle infecta que son las redes sociales- en busca de oídos y orejas sobre los que verter desgracias y hecatombes en un monólogo apocalíptico y fatalista que solo conoce pausa cuando el interlocutor recoge el guante de las desdichas ajenas para iniciar el cántico de las propias. Es más: tal parece que hubiesen muerto otros temas de charla. Conmigo, por favor, ha de hallar esta regla una excepción. Gracias. "Otro dia de mierda mecagunto estoi harto sin cafetera y agua caliente!!!", protesta alguien de sospechosa gramática en Facebook o Instagram. "Me ha subido la fiebre me quedo en cama", informa en Twitter otro u otra. Salgo a la calle física a que "Brel" me pasee y eso es ya deporte de alto riesgo, aventura extrema. "Hombre, cómo estás, yo ando fatal", inquiere retórico e informa amenazando brasa un sujeto al que no habré visto más de tres veces en mi vida.

Y sigue y dura y dura: "Vengo de hacerme una analítica y tengo el ácido úrico disparado, un desastre, horrible. Ayer me vinieron como unos vómitos, así como espesos, como con algo de sangre, y una diarrea dolorosísima, un no parar, chico". Me desembarazo del horrible pelmazo a duras penas y me doy contra una mujer cuyo nombre ni recuerdo: "Qué bien te veo, qué suerte tienes (vaya, qué agudeza visual y crítica), porque yo vengo de visitar a mi cuñada, la del accidente, ya sabes (no, no lo sé), la que tuvo aquello de aquella vez (a saber a qué se refiere: malditos deícticos) que anda ahora de médicos por lo de su sobrina, la que se separó cuando eso (¿?) y bueno, que te dejo, que ando deprimidísima por culpa del asunto del chaval (¡!), qué te voy a contar (pues eso)". Unos pasos más allá: "¿Ya te has enterado? Cayó ahí allá el techo de una casa y hay lo menos tres heridos, brutal, macho, dantesco", me atiza otro paseante al que solo conozco por tener ambos perro. Y yo, que salí al mundo exterior bienhumorado, con aceptable tono, con mis cositas de cuerpo y espíritu a cuestas - pero guardadas porque sé que son peajes de la vida- vuelvo taciturno al hogar, compungido y mohíno de narices. Dejemos para los amigos la intimidad. Ofrezcamos al conocido o al saludado buena cara y algo de cortesía, cosas las dos de buena crianza. Si se puede y sabe, una gota de gracia. Ejerzamos la prudencia, porque los achaques del interlocutor pueden ser mucho más graves que los nuestros o los que relatamos. Evitemos el exhibicionismo: agresivo y banal. No cometamos el pecado de aburrir.

Y mostremos un cauteloso interés por el prójimo. Quien se crea el ombligo del mundo debería hacérselo mirar: hay terapias psicológicas al respecto que funcionan de lujo. ¿Por qué nos hemos olvidado del tango: anda, venga, camina, yira: que al mundo nada le importa?

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