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Toni Cabot

La decisión de Rosa

«Has tenido un nieto precioso». Amparo tuvo que inclinarse sobre la cama para susurrar al oído de su cuñada la buena nueva. Rosa ya tenía cerrados los ojos, había sido sedada unas horas antes, cuando Elisa e Ignacio, sus hijos, entendieron que no debía seguir sufriendo más. Seis años antes, al poco de quedarse viuda por la muerte de José Luis -un marido y hombre extraordinario, que dedicó su vida a la enseñanza- se dio cuenta de que algo iba mal. Como responsable de la sección de Enfermería del hospital de Sant Joan, tenía los conocimientos y la experiencia suficientes para intuir que los síntomas que se asomaban sobre su cuerpo no presagiaban nada bueno. Al igual que hizo su marido meses antes, permaneció callada para no alarmar, manteniendo la tranquilidad de siempre y ese inalterable trato dulce y sosegado que le caracterizaba con el fin de no alterar la vida de sus hijos, todavía estudiantes. La enfermedad, un tumor cerebral, avanzó inexorable, ofreciendo cada vez menos treguas, entre ellas poder esbozar alguna sonrisa el día de la boda de su hija. Pocas más. El sufrimiento se hizo cada vez más presente provocando que el pensamiento abriera paso al presagio de lo peor. Es probable que por ello eludiera hablar de la nota alegre que, en paralelo a la desgracia, se incorporó a su día a día con la noticia del embarazo de Elisa, una hija contenta por su estado de buena esperanza y a la vez ahogada en un mar de pena por creer que su madre evitaba hablar de su futuro nieto al intuir cercano un desenlace fatal, anterior al nacimiento. Así fueron pasando los días y los últimos meses hasta que Elisa fue ingresada la pasada semana para dar a luz en el hospital de Sant Joan. Al mismo tiempo, el estado de salud de Rosa empeoró, pero siguió luchando en silencio. Sus compañeras enfermeras habilitaron una habitación junto a la 109 que ocupaba Elisa, en Ginecología, el día anterior al parto. Y a los pocos segundos de dar a luz, David, un hermoso bebé de tez morena que pesó tres kilos y medio, viajaba casi en volandas en brazos de una enfermera a la habitación de al lado para reposar en el regazo de Rosa, sedada, con los ojos cerrados, pero a tiempo, en un emotivo ambiente de calma, de poder tocar y sentir a su primer nieto durante cinco minutos, solo cinco minutos, posiblemente los más intensos de su vida. Los que necesitaba para cerciorarse de que todo había salido bien antes de partir para siempre.

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