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Mercedes Gallego

Yo confieso

En mi descargo tengo que decir que era una cría. Apenas había salido del cascarón y, recién llegada a la gran ciudad procedente de un pequeño pueblo, me sentí como debe hacerlo un miura cuando le abren la puerta de toriles y se encuentra con el coso para él solito sin saber muy bien a dónde mirar. Ahí estaba yo, con toda la libertad del mundo, sin tener muy claro cómo gestionarla y ávida de experiencias fuertes con las que ir forjando la personalidad de la chica aguerrida que quería ser.

Comencé con tonterías. La primera fue colarme en el Metro. Nada del otro mundo. De hecho, no fue mérito mío. Si me atreví fue porque mis colegas de gamberrada no dudaron en saltar la valla y arrancar a correr por los pasillos del subterráneo como si les persiguiera el diablo. Tan asustados íbamos que cuando nos dimos cuenta nos encontramos en el exterior, pero en la misma estación. Con el azoramiento no nos dimos cuenta de que el camino que cogimos conducía directamente a la calle y no a un andén.

Pese a lo infructuoso de la carrera, la hazaña me dio alas para la próxima que, visto el éxito cosechado en el subsuelo, la acometí a pie de calle. En comparación con la anterior, coger una manaza de un puesto y salir cortando apenas entrañó dificultad. Un éxito, de no haber sido porque en la huida se me escapó la fruta y acabó rodando por los suelos sin que me atreviera a detenerme para recogerla.

Pero la graduación vino con el golpe en unos grandes almacenes en los que me apropié de un cepillo para el pelo totalmente incompatible con mis rizos sólo por el reto de ver si era capaz de hacerlo. Que me pillaran tuvo mucho que ver con que abandonara esta faceta oscura y oculta de mi vida que ahora les desvelo no vaya a ser que la conozca Villarejo y me acabe sacando los colores.

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