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Las siete esquinas

Un mundo muy pequeño

Mi padre guardaba la foto entre sus papeles. Allí estamos los 27 alumnos de 2º de Primaria, en el curso 1962-63, en lo alto de la rampa de nuestro colegio de Palma, allí donde nos hacían las fotos de curso. Somos niños de siete años, todos varones porque en aquellos años no había colegios mixtos, en un día que debe de ser de octubre o de abril (algunos niños llevan jersey de lana, otros van en manga corta). Mi padre nos numeró a todos, y detrás de la foto, fue apuntando cuidadosamente el nombre y el apellido de cada uno de nosotros. El primero de todos era el profesor, el señor Rosselló. Luego veníamos los alumnos: Grimalt, Ferrer, Albons, Truyols, Garau, Clar, Sastre, Bauzá, Siquier, Munar, Riera, Barceló?

Hoy he vuelto a repasar los nombres. De los 27 alumnos, 20 teníamos apellidos mallorquines, es decir, un 75% del total. Y de los 7 alumnos restantes, casi todos correspondían a familias que llevaban al menos dos o tres generaciones viviendo en Mallorca. Las cosas no debían de ser muy distintas en el colegio Madre Alberta, de niñas, que estaba al otro lado de la calle, en la Vía Alemania, y donde la proporción de apellidos mallorquines debía de ser muy parecida. Y no digamos ya en los pueblos del interior de Mallorca, donde los apellidos mallorquines debían de rozar el cien por cien. Y un último detalle: detrás de la foto también se veía el logo de la casa de fotografía que hizo el revelado, Casa Terrades, y el número de teléfono (17089).

Éramos un mundo pequeño, homogéneo, casi autosuficiente. Nuestros padres se conocían, íbamos andando al colegio y cuando volvíamos a casa podíamos entretenernos jugando al fútbol en la calle. El hombre del carrito de chucherías era manco -probablemente a causa de una herida de la guerra civil-, pero nadie se preocupaba de estas cosas. Vivíamos un momento de optimismo y de prosperidad que muy pocas veces se ha repetido en la historia. Todos teníamos la seguridad de que nos iba a ir bien en la vida y nadie tenía miedo del futuro. Hiciéramos lo que hiciéramos, todo nos saldría bien. Y en última instancia, siempre nos quedaba la posibilidad de abrir una tienda como Casa Terrades. De hecho, muchos de los alumnos de la foto eran hijos de comerciantes: de una panadería, de una tienda de motos, de una librería, de un comercio de tejidos. Con una tienda más o menos pequeña se podía vivir pasablemente bien. El mundo, ya lo he dicho, era pequeño. Y casi autosuficiente.

Pero aquel mundo empezaba a cambiar. En aquel mismo momento, millones de personas estaban desplazándose en todo el mundo. Miles de inmigrantes llegaban a Cataluña y a Mallorca desde Andalucía o desde otros muchos puntos de la península. Y muchos de esos inmigrantes se iban a Alemania o Francia o Bélgica, a trabajar en la vendimia o en las fábricas o en las minas, en lo que fuese. Miles de canarios emigraban a Venezuela -el Dorado de América en aquellos años- en busca de una vida mejor. Y en Estados Unidos, millones de negros del sur se iban a vivir a Chicago y Nueva York y los estados del Norte, igual que miles de jamaicanos y portorriqueños. Y ese mundo pequeño y autosuficiente, en el que un 75% de niños de un mismo curso llevaban apellidos de su lugar de origen, se estaba haciendo añicos sin que nos diéramos cuenta. Y es ese mundo perdido el que mucha gente añora ahora, en Europa, cuando ya no queda nada de aquel mundo pequeño y autosuficiente, y cuando, peor aún, mucha gente piensa en su futuro con ansiedad y con miedo.

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