A medida que se acerca el 31 de octubre -día en que las Cortes aprobaron el texto constitucional de 1978- y el 6 de diciembre -día en que se celebra que la Constitución fue ratificada en Referéndum por el conjunto del pueblo español- se multiplican los comentarios, valoraciones y todo tipo de opiniones y análisis sobre lo que han supuesto estos cuarenta años en los cuales la sociedad española ha transitado por el camino señalado por la Constitución.

He de decir que, en los últimos tiempos, de unos meses a esta parte, observo que algunos de los «actores nuevos», recién llegados, que enarbolaban la bandera de una enmienda a la totalidad a la Constitución de 1978, han rebajado su tono, aunque aún quedan, por la izquierda, residuos estalinistas que siguen abominando del giro reconciliador que Santiago Carrillo imprimió al PC en los años de la Transición, o bien recalcitrantes ultra-derechistas cuyo desprecio por la Constitución nunca cesó. Y, naturalmente, también están los antiguos nacionalistas, hoy metamorfoseados en buena medida en secesionistas, que en su día apoyaron la Constitución y la disfrutaron como el que más -pues bajo su amparo han disfrutado de la mayor etapa de toda su historia en términos de reconocimiento de su identidad cultural y política- pero que ahora la detestan al considerarla el obstáculo más imponente para alcanzar sus objetivos (independentistas, golpistas, etcétera).

Por lo demás, la crítica rigurosa, sea histórica, social, institucional o política, siempre necesaria, nos ayuda a entender mejor determinados aspectos de la Transición y del desarrollo posterior del marco constitucional. Se suele decir que la Constitución del 78 es fruto de un gran pacto político. No se subraya, sin embargo, lo suficiente que no se trató de un pacto sólo entre partidos y líderes (lo que sucedió sin duda) suscrito a espaldas de la gente sino, bien al contrario, un pacto alentado, respaldado y ratificado ampliamente por fuertes mayorías de la sociedad española que por aquel entonces hizo un formidable ejercicio de participación y complicidad. Por aquella época se hablaba mucho sobre si cuajaría en España un verdadero «sentimiento constitucional»; me atrevo a decir que sí que cuajó, aunque solo sea por la interiorización de los valores y principios en que la Constitución se asienta, de honda dimensión ética. Pero es verdad que en la época que atravesamos tales sentimientos pueden fácilmente echarse a un lado.

Toda Constitución es fruto de su tiempo, de las circunstancias y condicionantes en medio de los cuales nace. La nuestra nació en medio de los estertores de una dictadura que sobrevivió al propio dictador. De manera que parece un verdadero milagro que esa herencia se pudiera procesar en un marco democrático, plural y garante de los derechos de todos. En ciertos aspectos, muy relevantes, la democracia española es un ejemplo entre las democracias más avanzadas; en otros, sin embargo, quedan residuos que procesar, como la satisfacción y el respeto a las víctimas de la dictadura y la erradicación de simbología franquista. En todo este tiempo se ha avanzado extraordinariamente en la puesta en acción de un verdadero Estado de Derecho, aunque, éste, siempre perfectible, se resiente ante las demandas de una sociedad cada vez más compleja y exigente. Por otro lado, si bien las instituciones del Estado han resistido bastante bien el paso de los años, algunas, como la monarquía, acusan cierta debilidad y otras, como el Parlamento, requieren de ajustes para mejor representar la sociedad española de hoy.

Hoy se habla de cambio y de reforma de la Constitución. No se trata de un concepto abstracto. El cambio ya se ha producido en la mentalidad de muchas personas, singularmente en todas aquéllas que tienen que ver, por su profesión, por su trabajo, con la aplicación día a día de la Constitución. Hay sin duda un sentimiento difuso de que hay que hacer cambios, aunque éste no haya sido asimilado por la mayor parte de los partidos y sus líderes. A diferencia de los tiempos de la Transición, en que los problemas que la Constitución tuvo que abordar eran problemas internos, propios de la historia y de las circunstancias propiamente españolas (y a la vista está que algunos de ellos no se han resuelto todavía) ahora es evidente que los problemas que golpean la mentalidad de la gente vienen de afuera, de lo que llamamos globalización, a los cuales no es fácil escapar, sino que más vale afrontar. Este cambio de época, que va traer consigo transformaciones hoy impensables en nuestra forma de vida, en el trabajo, la producción, la cultura, junto a la amenaza de desigualdades y pérdidas de derechos, hemos de pensar, haciendo uso de la imaginación que ya tuvieron nuestros mayores en el 78, qué cambios son necesarios para enfrentar en las mejores condiciones esta otra transición.