¿Tenemos la glorieta mediática en Elche para celebrar la destrucción del patrimonio, aunque sea con carácter retroactivo y conociendo el resultado, un edificio que sustituyó en el emplazamiento y en el uso a otro inicial y que ahora es en sí mismo ya un patrimonio en el que nos reconocemos al activar nuestra memoria? Éste sería el único motivo para recordar, un siglo después, que en el verano de 1918 se iniciaron las obras de demolición del antiguo Circo-Teatro, sometido tanto a una constante falta de mantenimiento -que hacía aseverar a algún cronista de la prensa que «el techo del Kursaal no ofrecía, desde hace tiempo, la necesaria garantía de solidez»- acentuado por el pedrisco reciente que cayó sobre la ciudad, como también a una desidia de las funciones en la gerencia del negocio, fruto del paso de diferentes empresarios por el coliseo desde su inauguración en agosto de 1906 y a pesar de las obras que llevó a cabo la cantante Felisa Lázaro cuando lo adquirió en 1909, tras su clausura por orden municipal.

De aquel teatro ecuestre propio de ciudades con vínculos agrarios -de construcción muy precaria, propia de arquitecturas eventuales, con una pista de 13 metros de diámetro, bajo una gran cúpula para albergar 2.000 personas- nada queda, sólo algunos afiches de propaganda y el edificio que lo reemplazó desde marzo de 1920 para reubicar a Elche en el mapa de las giras de las compañías nacionales más exitosas y dar un nuevo brío al cinematógrafo, no en balde se estrenaron aquí las películas más deseadas, como «Metropolis», y aquí se instauró el cine hablado. Ese es el único motivo para recordar un derribo, el que dio como resultado un teatro elegante, que formalmente seguía bebiendo de modelos del siglo anterior (incorporando, eso sí, la pantalla) pero que suponía una oposición al Teatro de Elche (el Llorente, al que la prensa reconocía «pequeño para las necesidades de nuestro pueblo») y a la precariedad de las barracas que habían visitado la ciudad con multitudinario éxito. Una evolución social que no comportó una revolución estética, baste recordar que en las capitales se comenzaba a construir según los dictados racionalistas y que a Elche sólo llegaría ese soplo verdaderamente moderno dos décadas después a través de la arquitectura del Alcázar.

No hubo oportunidad de recuperar el precario edificio existente, de intentar rehabilitarlo, la conservación del Kursaal a nadie se le pasó por la cabeza, alentados por una opinión pública que demandaba en las páginas de la prensa que «se reunieran unos cuantos señores de los que figuran a la cabeza de la vida económica ilicitana, y, ya formando una sociedad por acciones, ya por su cuenta si lo juzgaban mejor, comprando el terreno e incorporando a los dueños de la nueva sociedad, dieran cima al deseado y necesario proyecto» de un nuevo edificio para espectáculos. Así fue, gracias, entre otros, a «La Electromotora Equitativa». Por una ambición empresarial desbordada, hoy no disfrutamos de un edificio singular; sin una filiación arquitectónica convincente, no tendríamos un edificio único, el Gran Teatro, aunque el que hoy disfrutamos sea resultado de una afortunada rehabilitación en 1996 tras ser adquirido por el Ayuntamiento.

Un edificio sobre las ruinas de otro edificio, no nos sorprende, estamos demasiado habituados en Elche, cuando no por un aparcamiento público sobre el solar de un edificio futurista o sobre el de un antiguo cine. La irrefrenable construcción de la ciudad moderna arrasando la ciudad antigua que, a veces, ha dado lugar a la aparición de un patrimonio contrapuesto a otro patrimonio, en el que sólo en contadas ocasiones hemos salido ganando. Se mejora en el cumplimiento legal de códigos técnicos pero no se asume la clave emocional, no se consigue interpelar a la memoria de la ciudad con intensidad histórica. Todo, aunque el neoliberalismo nos lo quiera hacer creer, no se reduce sólo a una cuestión de prestaciones. Un edificio singular, que es aquel que no tiene réplica en la ciudad, no debería desaparecer sólo por su obsolescencia, ni a imposición de un canon estético.

El juego de establecer comparaciones entre aquella sustitución del Circo-Teatro por el nuevo Kursaal y alguna otra actuación similar auspiciada en los últimos setenta años, puede ser desastrosa. Los edificios que han reemplazado a otros en nuestras calles no han mejorado el inmueble inicial. Si comenzamos por la fachada neoárabe de la calle Almórida, pronto vendrán otros ejemplos a nuestra desdichada memoria. Quizá, de todos ellos, la más aceptable invocación sea la del Capitolio -mejora de prestaciones del edificio para albergar otro uso-, aunque sea un edificio de nuevo en nuestro foco de atención si el empresario decide dejarlo a su merced, no estando protegido como merece, como no lo está tampoco el Gran Teatro.

¿Nos podremos quedar alguna vez sin teatro?, se preguntaba la prensa aquel verano de hace un siglo. ¿Podremos quedarnos sin la huella de un cine?, nos hemos preguntado en este verano que toca a su fin.