Nos colamos allí como pudimos. Los hijos de la clase obrera o de la clase media baja accedimos a la Universidad gracias a una combinación de becas, de trabajos de verano y de malabarismos económicos de nuestras familias. Una generación entera de españoles, que hoy anda entre los 50 y los 60 años, escaló una barrera social que hasta entonces era infranqueable y gracias a eso, hoy es posible encontrarse con destacados neurocirujanos cuyos padres se ganaban la vida con una azada en un bancal, con hijos de un peón metalúrgico que dirigen empresas de ámbito internacional o con arquitectos de renombre cuyos progenitores regentaban la frutería de barrio. Aunque en aquella época no se había inventado todavía el rimbombante concepto de la cultura del esfuerzo, aquella gente tenía muy claro que su acceso a la enseñanza universitaria era una aventura muy complicada en la que no faltaban las campañas de vendimia en Francia ni los curros veraniegos de machaca en alguna fábrica o en algún hotel de la costa. Ni qué decir tiene, que todo aquel invento se venía abajo si sus protagonistas no terminaban sus cursos con un expediente irreprochable de asignaturas aprobadas. El más mínimo error suponía la expulsión inmediata del sistema académico con unas esperanzas de reenganche prácticamente nulas.

La democratización de la Universidad fue uno de los mejores logros de la Transición política española. Esa etapa de nuestra historia (hoy denostada con una furia absolutamente irresponsable) hizo posible que miles de hijos de las clases más desfavorecidas accedieran a un tramo educativo que hasta entonces estaba reservado para las capas más pudientes de la sociedad. Fue un auténtico milagro de permeabilidad social, en cuya gestación participaron unas administraciones públicas que hicieron un acto de fe en el principio de la igualdad de oportunidades y que gastaron dineros y esfuerzos para crear un entorno educativo más justo para todos.

Y luego llegaron la crisis, los recortes, los masters y el plan Bolonia. El legado de equidad de aquellos lejanos días empieza a disolverse a una velocidad preocupante, mientras crece la sensación general de que alguien en algún sitio ha decidido que hay que desandar el camino para conseguir que las enseñanzas universitarias vuelvan a su elitista orden natural, expulsando a los «advenedizos» y quedando exclusivamente reservadas a aquellas personas que tengan dinero suficiente para pagárselas. Becas que desaparecen, matrículas que se disparan y masters millonarios parecen especialmente diseñados como obstáculos para sustituir la antigua meritocracia por criterios exclusivamente económicos. Hace treinta años, al hijo de un trabajador que quería hacer una carrera se le pedía un considerable esfuerzo humano y académico; ahora, las cosas se le han puesto mucho más difíciles y se le exige una auténtica demostración de heroísmo y de sacrificio personal. Si se trataba de ponerlo complicado, lo cierto es que lo están haciendo muy bien.

En medio de este panorama de regresión y de pérdida de derechos que se creían consolidados, no es extraño que se monte un escándalo de mil demonios cada vez que se descubre que un político ha maquillado su currículum académico o se ha visto beneficiado por el trato de favor en una Universidad. Aunque desde las alturas de los partidos se intente convertir estos asuntos en pecadillos menores frente a la corrupción grande, lo cierto es que estos vergonzantes casos dejan a sus protagonistas sin la más mínima autoridad moral para desempeñar un cargo público.

Un vistazo a los abultados e imposibles historiales universitarios de tipos que han simultaneado sus estudios con una intensa labor en la primera línea de la política provoca incredulidad e indignación entre la gente normal, que tiene que hacer perrerías con su tiempo y con su dinero para acceder a estos niveles de cualificación. Esto es, se mire como se mire, corrupción pura y dura. Si los comisionistas se han llevado mordidas de las obras públicas, estos listillos han metido directamente la mano en la caja de las titulaciones y se han autoconcedido méritos que les supondrán facilidades en su futuro y que dejarán en inferioridad de condiciones a las personas que han circulado por el carril legal. No estamos ante una sucesión de mentirijillas ni de inofensivos despistes, nos hallamos ante una quiebra premeditada de los principios más básicos de la ética ante la que sólo cabe ser implacables.