Los fantasmas que no dejan descansar en paz siempre son consanguíneos. Hay fantasías eróticas, pero no fantasmas eróticos que se aparezcan de noche a sobresaltar la libido. Los fantasmas no vienen del placer sino de un dolor que trasciende la muerte y se encarna en un vivo.

Cuarenta años después aún debaten los que creen que Franco está bien muerto y mal enterrado y los que opinan que está mal muerto y bien enterrado.

Ahora la izquierda acepta que el horror arquitectónico, constructivo y político que fue el Valle de los Caídos, que acoge los restos de personas que no cayeron, que fueron abatidas, está bien y que sólo sobra la momia presidencial porque murió en la cama, en la retaguardia del Pardo, con la lucecita encendida, salvo apagones, después de una agonía prolongada por el encarnizamiento político y fotografiado por aquel caballero español que fue su yerno, Villaverde, para vender la exclusiva a una revista del corazón.

Cuarenta años después no se puede hacer una exhumación -aunque innecesaria- discreta sin despertar a curas cavernarios, herederos del búnker, fachas genéticos, turistas de proximidad y abanderados de selfie que acuden a ese lugar, horrendo en fondo y forma, en significante y significado, de muertos por violencia y enterrados sin permiso, ese parque temático-luctuoso de los vencedores hecho por esclavos del siglo XX que ofende a la vista desde la carretera de la Coruña y está pidiendo la piedad de la hiedra, la maleza, los siglos y la ruina para ganar dignidad arqueológica.

Por no desenterrar a nadie, ni siquiera a Luis G. Berlanga y Rafael Azcona, que le encarguen la película a Alex de la Iglesia y a Jorge Guerricaechevarría para que caigamos muertos de risa.