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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Calderero, sastre, soldado, espía

Sin que se me ofendan mis amigos hoteleros es como reciclar la basura, que huele, abulta y es incómoda de almacenar, pero produce enormes beneficios

Los turistas somos una plaga de bichejos, un virus que acaba con las defensas de cualquier organismo, el humo negro que lo contamina todo y, a pesar de ello, un cuerno de la abundancia lleno hasta los topes de billetitos que ordeñar. Sin que se me ofendan mis amigos hoteleros es como reciclar la basura, que huele, abulta y es incómoda de almacenar, pero produce enormes beneficios. Díganselo a la mafia del sur de Italia.

Uno va de noche por las calles de Praga creyéndose el espía de Le Carrè perseguido por el KGB y a todo lo más que llega es a sentirse un consumidor compulsivo persiguiendo las rebajas de Benetton: un tieso, vamos. La malhadada globalización impide que puedas aislarte rememorando una lectura, porque, o tienes una imaginación muy viva o sucumbes. Ojalá pudiera darles buenas noticias, pero no sé si merece irse a tres mil kilómetros para encontrar lo mismo. Los hay peores, eso sí: son los españoles que buscan comerse una paella en San Petersburgo o una tortilla de patatas en las cataratas de Iguazú. Yo los he visto, se lo juro por Snoopy.

La verdad verdadera es que los letraheridos no leemos para vivir sino que vivimos para leer, por tanto todo lo que hacemos está en función de lo que hemos leído o pensamos leer, de forma que la vida nunca llega a la suela de los zapatos de lo imaginado. Yo pienso en Praga y me imagino un mundo neblinoso, siniestro y peligroso; frío y fronterizo y muy oscuro. No es de recibo que llegues y te encuentres soles espléndidos, calor y turistas españoles tan abundantes como los asiáticos y bastante más gritones. Voy a presentar una queja formal ante la Organización Mundial del Turismo exigiendo que se suspendan estrictamente los permisos turísticos cuando decido viajar yo, que no es justo, oiga, que tenga que compartir una hermosa ciudad con hordas vociferantes tal que si asaltasen armados de hoces y antorchas el castillo de Frankenstein.

Saltando pequeños detalles como el idioma, que el checo suena exactamente igual que el «Klingon» de Star Trek, en Avilés se viste igual que en la República Checa y en Soria se come lo mismo que en Hungría. A grandes rasgos, eso sí. Vas por una calle céntrica y apenas distingues paisajes y paisanajes y no digo yo que fuera mejor la Europa del Este bajo la bota soviética, pero quizá el mundo fuera más interesante si existiese algo de diversidad. Imagino que en remotas ciudades de Manchurra o de Kikiristán o de Rurania (países que me acabo de inventar, advierto a los correctores de artículos) las cosas serán diferentes que en París o Nueva York, pero el Mc pollo, la Poca-Cola, la pizza ocho estaciones o el polo falso del cocodrilo serán igual de habituales. Cambiará la raza, quizá, pero con tanto asiático suelto pocos se darían cuenta de los que son autóctonos o sobrevenidos.

Visitar un mundo diferente era una de las grandes ventajas de soñar en viajar cuando la novela negra de espías era real como la «Ostpolitik». Ahora como no piensen en Marte o los Anillos de Saturno están apañados y hacer de espía resulta mucho más complicado, porque un tipo cualquier (obviamente occidental, hay que ver lo que nos traiciona el subconsciente con eso de la normalidad) puede aparentar ser tan polaco como Wojtyla pero no es tan sencillo espiar a los chinos sin tener los ojos rasgados o a los yihadistas sin enrollarte un turbante y tener pupilas enfebrecidas por la pasión interior o al menos eso decía Salgari que tenían los árabes, aunque el hombre no salió de su casa y eso que se ahorró en controles de pasaportes, embarques, recogida de equipajes, transfers y ladrones del cambio de divisas: ser humano del que sacó el molde para sus piratas de Mompracem.

A mí me hubiese gustado ser Smiley y buscar al topo por las calles nocturnas encharcadas de Praga, de Viena o de Berlín, cruzando a toda leche el Check Point Charlie, quedar de madrugada en antros nocturnos con chicas de malvivir como tapadera y saber salir de cualquier enredo armado con un chicle bazooka y un clip usado. Lamentablemente la Guerra Fría ha sido afectada por el cambio climático y nada es lo que era, ni siquiera lo que no era. Tengo la sensación de haber perdido en el cambio, aunque no creo que los checos de más de sesenta coincidan en mi apreciación, deslumbrados por los escaparates brillantes y el faro de la Libertad brillando en la lejanía. Curiosamente es justo por la parte de la centroeuropa exsoviética, incluida la propia Rusia, donde mandan los populismos de extrema derecha y las diferencias económicas desequilibran la escala. Si Gorbachov era más dictador que Putin se lo dejo a su consideración, pero yo francamente no lo creo. Algo habremos hecho para merecernos lo que nos espera.

Lo que es una dictadura total es la caterva de asiáticos maleducados, locos por los selfies y completamente reacios a acatar cualquier norma occidental, que en su país estarán muy achantaditos pero luego llegan acá y se desmadran. Se la tengo jurada porque empujan, saltan, atropellan y avasallan a cualquier inocente aprendiz de espía, soldado o calderero. Como vuelva la Guerra Fría me alisto en las filas y se van a enterar, aunque lo más normal es que dominen el mundo cual Fu-Manchú, tengamos jefes chinos y nos cambien trabajo por un plato de «aloz». Espero haberme jubilado para entonces (¿para viajar más y encontrarme con más turistas?, no, por Dios).

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