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Javier Llopis

El grito

Tras casi cuatro años ejerciendo como síndica y presidenta del PP, algún experto en comunicación política debería de haber informado a Isabel Bonig de que el hemiciclo de las Corts Valencianas cuenta con moderno equipo de megafonía, dotado de todo tipo de adelantos para que los padres y las madres de la patria valenciana puedan hablar desde la tribuna de oradores sin tener que desgañitarse como un vendedor de pescado que proclama en el mercado las bondades de su calamar de bahía o de su merluza de pincho. En el variopinto arco parlamentario autonómico hay diputados que susurran, otros tienen voz de pito, unos pocos esgrimen poderosas voces de tribuno romano y los más tímidos mascullan sus frases entre dientes con mucho arrastramiento de consonantes. Gracias a las maravillas de la tecnología del sonido, a todos se les entiende perfectamente. A pesar de todas estas facilidades técnicas, la líder de los populares valencianos ha elegido la vía difícil y ha optado por el grito como principal arma para el debate político. Cualquier ciudadano de a pie que asista a un debate parlamentario valenciano, acaba haciéndose siempre la misma pregunta: ¿por qué grita tanto esa mujer?

La líder de la oposición vive un auténtico idilio con los decibelios. Utiliza el tono mitinero en todas sus intervenciones. Igual le da estar ante una ocasión solemne, como el último debate de política general de la legislatura, que ante una de las rutinarias comparecencias semanales del presidente de la Generalitat. Isabel Bonig no admite matices: grita siempre, ya que parece pertenecer a ese singular grupo de personas que piensan que una voz potente y agresiva le da mayor fuerza y verosimilitud a cualquier afirmación que se haga, por descabellada que ésta sea.

En favor de la presidenta popular hay que señalar que en sus intervenciones ante la cámara autonómica se produce una perfecta armonía entre el fondo y la forma. No se puede usar un tono de voz normal para decir que el principal objetivo del actual Consell es convertir a los valencianos en catalanes de segunda; para soltar este tipo de cosas con ciertas garantías de éxito es necesario atronar al auditorio con un amenazante despliegue sonoro en la línea de esos predicadores americanos que anuncian el fuego eterno para los pecadores entre los aplausos y las exclamaciones de aprobación de una feligresía al borde del éxtasis.

Estamos, al fin y al cabo, ante una cuestión de estilo. Desde el minuto uno de esta legislatura el PP ha decidido que el pacto de izquierdas que gobierna el Consell era un desastre nacional; una unión política antinatural e inestable, condenada a reventar en cuestión de semanas en medio del colapso general de todos los escalones de la administración autonómica. A lo largo de tres años y pico, los populares no se han desviado ni un milímetro de este discurso apocalíptico y amedrentador. Contempladas las cosas desde este punto de vista, la estrategia popular está cargada de lógica: cuando un partido se instala en la catástrofe permanente, lo normal es que su máxima dirigente utilice el tono catastrofista en todas sus intervenciones públicas, convirtiendo sus parlamentos en tronantes jaculatorias del tipo «¡arrepentíos que el fin se acerca!».

Enfrentado a la traumática pérdida del poder tras veinte años en el machito, el PP valenciano se decantó por una opción clara: insistir en la táctica del enfrentamiento permanente con el gobierno de izquierdas que actualmente dirige la Generalitat. Esta decisión, absolutamente lícita, presenta una dificultad importante: mantener la tensión dramática durante cuatro años seguidos es un reto difícil, que sólo pueden superar con éxito partidos y dirigentes con una preparación teatral muy sólida. El riesgo de sobreactuar es enorme y cualquier error en este sentido puede acabar resultando contraproducente. El Partido Popular y su presidenta llevan casi cuatro años anunciando una hecatombe, que choca frontalmente con el día a día de un país, que a trancas y barrancas está recuperando cierto grado de normalidad. El contraste entre la realidad y las agoreras profecías del PP convierte su discurso en una gritería cacofónica que sólo convence a los ya convencidos; un material de consumo interno, que revela que estamos ante un partido que no se ha enterado de los notables cambios que se han producido en la política española.

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