Llegué tarde a «Fariña» como antes había llegado tarde a «Crematorio». Hablo de las series. En la ficción televisiva sí caben ciertas comparaciones, por el equilibrio en la calidad que tiene cada una, que en sus versiones literarias dejarían un poco en desventaja al «secuestrado» Nacho Carretero al lado de un Rafael Chirbes que habita en otra dimensión. Decía que había llegado tarde y creo que fue una ventaja, porque cuando vi «Crematorio» y cuando he visto, hace poco, «Fariña» el ruido mediático no sirvió para alimentar expectativas, sino más bien para lo contrario.
Cómo aguantaron las dos ese envite de descreimiento inicial es la mejor prueba de la calidad que ambas atesoran. Pero lo que hoy me interesa más, porque vuelve a maravillarme como habitante de un territorio, el periodístico, donde inventar sería crimen de lesa majestad, es cómo la buena ficción audiovisual es capaz de deconstruir la realidad, creada además en palabras que se llevan a imágenes, macerar la verdad de lo que pasó, y, previa síntesis, recrearla en una verdad más potente y liberadora que la verdad misma.
Me da lo mismo que Chirbes se inventara Misent o que Carretero haya llamado Cambados a Cambados. Que uno edificara, tesela a tesela, a un Rubén Bertomeu que es muchos hombres fácilmente reconocibles o que el otro llame Sito al tal Sito, aún dando guerra por ahí, al que representa. Eso son recursos narrativos. Ambas magistrales creaciones, con más o menos licencias, quieren contarnos, sintetizarnos e imbuirnos de episodios de nuestro pasado sin los cuáles es imposible entender nuestro presente.
Pero lo hacen, exhibiendo además una eficaz contundencia artística no exenta de emoción, trasladando la verdad al territorio en el que podría perder su esencia. Que renazca de allí algo que es más verdad que la verdad misma es algo que no deja de sorprenderme como espectador. Y de hacerme pensar, como periodista.
