No descubro nada nuevo al afirmar que vivimos en un mundo de grandes y desafortunados contrastes, que aprendemos a ignorar para no padecer remordimientos o sentirnos unos desalmados. No me negarán que es desquiciante que en una parte del mundo tengamos de sobra para comer y en otra no tengan ni agua que llevarse a la boca. Y quien dice comida o agua, dice medicamentos o cobijos dignos.

Las necesidades básicas para la supervivencia marcan esa gran distancia entre los países ricos y los pobres, pero con el agravante de que no existe una línea divisoria racional para dar una explicación a este fenómeno absurdo y desproporcionado. Hoy en día, en este flamante siglo veintiuno, seguimos con unas cifras de hambruna que pueden sonrojar al más impasible, porque en un planeta pequeño como el nuestro que rondemos el veinte por ciento de personas con hambre crónica, es para morirse de vergüenza. Lo único que nos deja dormir por las noches es el anonimato de esos mil millones de almas que no tienen qué masticar, pero al no tener nombre y apellidos parece que no existieran en nuestro micro mundo.

El gran contraste alimenticio se encuentra entre los dos extremos del ranking de obesos mundial, que lidera un país como Tonga ?ubicado entre Australia y Nueva Zelanda- con más de un noventa por ciento de obesos, frente al colista Eritrea ?al noroeste de África- que no alcanza el 0,5% de obesos entre su población. Los omnipresentes Estados Unidos se encuentran en el puesto seis por arriba con un 75% de voluminosos declarados, lo que indica una deficiente política alimenticia y una abultada bolsa de alimentos que los hacen ricos hasta reventar. Nuestra España es algo más comedida y se ubica entre el cincuenta por ciento de los más engordados pero muy cercano a la media mundial, y todo eso a pesar de nuestra popular dieta mediterránea, que por lo que parece estamos abandonando a marchas forzadas, entre snacks, bollería industrial y hamburguesas americanas.

En los últimos tiempos estamos siendo testigos de una especie de compensación social hacia los obesos, que reivindican su derecho a engordar y sentirse felices por ello. Han proliferado las modelos entradas en carnes para demostrar que las curvas, aunque sean en exceso, son bellas como la arruga. Y mientras los pudientes se vanaglorian del placer de engordar, seguimos visionando impertérritos las imágenes de unos niños escuálidos muriendo por hambre y malnutrición. Si de verdad existiera justicia -divina, humana o extraterrestre- esto sería imposible.