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Las 7 esquinas

Babel

No se sabe mucho sobre los motivos que llevaron a un ciudadano libio a atacar a dos turistas alemanes en una calle de s´Arenal. Pudo ser una pelea nocturna tras un intento de robo, o el ataque de un loco, o un acto de motivación yihadista (de momento no parece lo más probable). Bien, ya veremos. Lo importante es que los policías nacionales que detuvieron al agresor le dispararon en las piernas y consiguieron abatirlo sin causarle heridas de muerte. Y es bueno constatar que el verbo "abatir", aquí, tiene su sentido correcto de derribar o de neutralizar, y no el uso eufemístico que se le da a veces.

Hoy en día, un suceso protagonizado por un libio y dos alemanes no sorprenderá a nadie, aunque hace sólo veinte años sería llamativo. Y no por la presencia de los alemanes, claro, sino por la del libio, una nacionalidad de la que apenas se sabía nada hasta que cayó la dictadura de Gadafi en 2011. Pero el mundo de repente se ha vuelto muy pequeño. En la Mallorca de mi infancia era raro ver a un finlandés o un canadiense, y no digamos ya a ciudadanos asiáticos o africanos. El primer restaurante chino que recuerdo se abrió en la calle Joan Miró, hacia 1970, y se llamaba "Mandarín". Ahora es imposible imaginar una ciudad europea sin un sinfín de restaurantes chinos, pero recuerdo muy bien los comentarios de los primeros comensales que se habían atrevido a probar la cocina china. Se hablaba con asombro de un plato llamada "pato laqueado" y de otro plato no menos asombroso, el "cerdo agridulce". Y el "chop-suey", según descubrimos, no tenía nada que ver con las artes marciales. No muy lejos del Mandarín, en son Armadans, había un bar que siempre estaba cerrado y que llamaba mucho nuestra atención. Tenía una misteriosa bandera azul con una cruz amarilla pintada junto a la puerta. Nunca habíamos visto aquella bandera, y nos llevó tiempo averiguar que era la bandera sueca. Todas las veces que fuimos a ver aquel portento nunca visto -un bar sueco-, nos lo encontrábamos cerrado. Quizá sólo abría de noche, muy tarde, a unas horas prohibidas para los adolescentes. Hace unos años pasé por delante del lugar donde había estado el bar y alcancé a distinguir el rastro borroso de la bandera sobre la piedra de la fachada. Hoy, por supuesto, debe de haber docenas de bares y restaurantes suecos en Mallorca.

Esta sensación de que el lugar en el que vives va perdiendo su identidad, ya que de la noche a la mañana se ha convertido en una Babel caótica en la que todo está mezclado y en la que ya nada es autóctono ni real, está en la raíz de ese fenómeno de acuciante nostalgia por la identidad desaparecida que están sufriendo muchos ciudadanos europeos. Ese deseo de regresar a un útero cálido y acogedor, ese deseo de evitar que el lugar en el que vives sea aniquilado por una invasión de gente llegada de Dios sabe dónde, es la realidad más apremiante con la que tendrá que enfrentarse la política europea (y por supuesto, la española). Todos soñamos con algo que sea estable, duradero, reconocible. Y todos, angustiados, nos preguntamos dónde lo podemos encontrar. Y esa mezcla de romanticismo y localismo enfermizo no augura nada bueno.

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