Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Joaquín Rábago

El que no tiene nada que perder

Hay un individuo fugado de la justicia española y que, desde un país donde hasta hace poco solían asustar a los niños traviesos con la llegada del Duque de Alba, maneja los hilos de la política catalana.

¿Es un idealista, un iluminado, un fanático, un cínico o todo a un tiempo? Dejemos en cualquier caso a otros la caracterización de ese personaje que, desde la alcaldía de Gerona y por azares de la vida, se alzó un día a lo más alto de la política catalana.

Dicen que Carles Puigdemont fue siempre independentista y cuentan que cuando de joven viajaba por el extranjero solía esperar al turno de noche para presentar en los hoteles un falso pasaporte catalán sin que el portero de guardia se percatara de su invalidez.

La cuestión es que mientras otros compañeros de su alocada aventura independentista han pagado con la cárcel, nuestro personaje decidió que era más útil para la causa independentista, y sobre todo para su propio pellejo, huir del país.

Tras haber optado así por el autoexilio, sin posibilidad de volver a Cataluña si quiere evitar la suerte de sus compañeros, ese personaje que, pese a su aparente modestia, parece tener un alto concepto de sí mismo, no tiene ya nada que perder.

Consciente tal vez de que si un día su Cataluña no consigue la independencia de esa España que, según él, tanto la oprime, jamás volverá a ver su país, Puigdemont parece decidido a quemar todos los cartuchos que le quedan.

Se puede desde fuera entender el comportamiento del exiliado de Waterloo, se pueden comprender sus motivos, pero resulta mucho más difícil explicarse la lealtad que siguen profesándoles muchos de los suyos.

Porque, desengañémonos, Puigdemont no es ni será nunca un Moisés capaz de conducir a su pueblo a la tierra prometida.

Por el momento se dedica a enredar todo lo que puede desde el «plat pays» al que tan hermosamente cantó Brel. Y no es poco. Involuntariamente ayudado por una justicia que se ha tomado tal vez demasiado en serio el papel que le dejó en su día la política.

La larga permanencia en prisión, en espera de juicio, de sus compañeros de aventura no ayuda a calmar los ánimos, como lo demuestra la profusión de lazos amarillos en calles, plazas, balcones o puentes. Y las escaramuzas entre quienes los ponen y los quitan.

Puigdemont y quienes le siguen ciegamente en su aventura independentista parecen pensar que cuanto peor, mejor. Desde Cataluña y el resto de España deberían políticos y ciudadanos tratar de demostrarles a quienes así piensan que están profundamente equivocados.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats