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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

El humor a mediados de los sesenta

Soy hijo del DDT. No me juzguen severamente, no es que mi madre tuviera una relación con el flu-flú para matar bichos cuando el DDT era tan legal como la cocaína a principios del siglo XX, me refiero a la revista satírica que nació a mediados de los años sesenta. ¿No saben de qué hablo? ¿Ninguno entre los miles de lectores de esta columna se ha tropezado en su vida con un DDT? Bueno, pues si alguien sabe de qué diablos hablo puede ponerse en contacto con este digno periódico y será obsequiado de mi parte con un ejemplar. Apuesto a que mi colección no sufrirá ninguna merma apreciable, porque nadie recordará ni al DDT , ni al CAN CAN ni al MATA RATOS, esas otras fuentes de inspiración para mi pobre literatura.

Las revistas satíricas de los sesenta fueron para mí un descubrimiento, aunque lógicamente yo no tenía edad para leerlas cuando salieron y tuvieron que pasar unos añitos para que mi padre me dejara leer su colección. Quizá no estuvieron a mi disposición hasta que cumplí doce o trece años, cuando ya había leído a Homero, Verne, Salgari y Cervantes y Don Francisco juzgó que estaba preparado para enfrentarme al gran Matías Pérez Guiu. En estas revistas, hechas en blanco, negro y toquecitos de rojo, formato A10 y papel malo, pero que ha resistido maravillosamente el paso del tiempo (las tengo ahora mismo delante de mi), apenas siete páginas encuadernadas con grapas y cinco pesetas de precio, se condensaba toda la inteligencia y el saber para abrir una ventana a la Dictadura de escritores como el ya citado Pérez Guiu , para mí el mejor de todos, pero sin olvidar a Jaume Perich, Noel Clarasó, Tono, el alicantino Jorge Llopis, todos con más seudónimos que disfraces Mortadelo, porque se hacían la revista entre ellos, y los dibujantes o historietistas Ibañez, Vazquez, Segura o Iñigo por citar sólo algunos.

Me parece increíble no ya sólo que les permitieran hacer esas revistas -es el año 65, recuerdo- sino que hubiese gente en España que tuviese ganas de leerlas porque definen con ácidas sátiras la vida de empleados con dos o tres trabajos para llegar a fin de mes, los innumerables plazos, las dificultades para tener un piso o casarse, el sueño de un coche utilitario y todos los problemas de vidas grises con escasas escapatorias. Sin embargo, cuando se relee con sentido crítico alguna de estas joyas te das cuenta de que el adjetivo que las define es «esperanza» y utilizan el humor surrealista y absurdo para burlar tanto bien pensante, párroco trabucaire, jerarca del Régimen y personas en general con la escopeta preparada para tirar a los patos que se desmandaran (y no es metáfora). Como es lógico tiran de países imaginarios, modernos y admirados para situar sus críticas, que la cosa aquí pintaba mal.

Ese humor surrealista, del absurdo, que tantos buenos escritores españoles produjo, de Jardiel a Mihura, ya no existe y ni está ni se le espera. Me pregunto cómo el lector de La Codorniz o de estas revistas de humor pasó en pocos años de disfrutar del artículo inteligente a reírse con los chistes de Jaimito, los de mariquitas de Arévalo o de los Morancos. O quizá es que ya nadie tiene en España el cuerpo para ese humor que en el fondo es naïf y nos tiramos como leones al humor militante que se ríe de nuestros contrarios, pero no toca ni un pelo de lo que nos es afín. Pienso que no hay sentido del humor si no somos capaces de reírnos de nosotros mismos en primer y destacado lugar y quizá el horno no esté ahora en España para esos bollos tan sofisticados y las revistas de humor son ya más de brocha gorda, tipo «El Jueves», que de ese pincel fino con el que aquellos escritores mal pagados, poco reconocidos y apenas admirados se enfrentaban a un régimen que no agradecía precisamente las desafecciones.

Hombre, también hay que leerlos con humor y con amor, que vistos cincuenta años después eran tremendamente machistas, con mujeres dedicadas a sus labores, a ser el ornato de sus maridos y novios o, directamente, a servir de floreros decorativos de oficinas, como la secretaría neumática del que de verdad manda. Pero seguramente la realidad de la época sería tal cual y ver el pasado con ojos del futuro es la mayor de las injusticias, de forma que las aventuras de «Chuchita y su novio Arturito» responderían seguramente a una forma de ser de la alta burguesía urbana y a nadie sorprendería que la criada Eva llevase en la ilustración unos uniformes de falda escasa, blusa ceñidisima, cofia blanca y tacones negros de aguja que a más de uno dejarían colgado para los restos. A mí, por ejemplo, que aún no me he repuesto de tal fetiche.

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