Enero significa el cambio de año, borrón y cuenta, el talonario a cero. La fiesta de las uvas y el champán, entre medias de los regalos de Navidad y de los Reyes. Sin embargo, desde hace cada vez más tiempo, entiendo septiembre como el inicio del año.

Cuando éramos pequeños era así. Y así es también en estos días, cuando el sol empieza a morir y el calor intenso del verano se marcha, sustituido por los cielos plomizos y la lluvia. La lluvia... Ahora apenas hay días lluviosos, o semanas lluviosas, como las de entonces, cuando armados de katiuskas íbamos a asaltar los charcos sin miedo a la bronca que nos esperaba en casa. Porque en casa también nos esperaban el olor del borrador nuevo, el estuche de los rotuladores impoluto, todos ordenados y en su sitio, las galletas caseras, el olor de la vainilla en el pelo de la abuela. Y podíamos pasarnos la tarde entera encuadernando libros; eso si había suerte. Si no, los heredabas de tu hermano mayor, con las respuestas borradas y los surcos de su memoria grabados en las hojas. Las hojas... Las hojas de los árboles, que ahora empiezan a caer y que formarán una crujiente alfombra por la que es imposible resistirse caminar. Porque a cada paso viene nuestra infancia a decirnos que estuvimos vivos, que quizá esas mismas calles nos vieron correr, reír, amar, soñar, caernos.

Y luego llegaba el colegio, siempre en septiembre, al que veíamos llegar desde mitad de agosto. Porque era cruzar la Asunción y saber que volveríamos al colegio, donde estaban los amigos y donde, por fortuna, entre aquellas espinas de física y química, matemáticas y latín, teníamos trabajos manuales, gimnasia y religión. Recuerdo preguntarle a mi madre por qué tenía que estudiar latín. Y ella siempre repetía: «por si eres cura».

Ahora empieza otro septiembre. Las golondrinas rezagadas se niegan a abandonar mi balcón. Ahí están, como notas dispersas en un pentagrama cuya melodía, igual que esas canciones de verano, se pierde en la noche de los tiempos. El Bimbó, La Barbacoa... Los ritmos veraniegos se marchan con el último atardecer y la reflexión y el sosiego de la música otoñal se adueña de todo. Porque otoño es reflexión. Y también frío y aire húmedo que se te mete hasta las entrañas de la memoria. Cada parpadeo trae una historia, una conversación de playa, un camino recorrido junto a alguien que ya nunca podrás olvidar. La risa que te despierta. El ulular del viento entre unos cabellos rubios, largos, como largos y rubios son los prados otoñales donde quisiste amarla siempre. Ahora todo empezará a congelarse. Lejos del calor estival, el amor se volverá auténtico, dispuesto a soportar otro ciclo. Ahora será o no será. Volverán las preguntas a ti mismo, se marcharán las golondrinas de mi balcón y volverán las de Bécquer, la poesía recobrará su sitio, el rumor de un mar lejano nos recordará esa respiración pausada de las noches, cuerpo a cuerpo junto a la mitad de tu alma. La vida irá hacia dentro después de todo un verano hacia fuera. Y en ese ir hacia dentro te encontrarás mirándote en los espejos del corazón, allá donde sigues siendo aquel niño que saltaba en todos los charcos y se preguntaba por qué tenía que estudiar latín.

Si todavía puedes verte en ese niño; si aún hoy, en este septiembre que ahora empieza, hay una parte de ti que se dispone a ir a la escuela, no es porque te agarres al pasado como si fuera el último clavo ardiendo de tu felicidad. Al contrario, es la felicidad diciéndote que sigues vivo. Y que te esperan amores de verdad, besos que erizan la piel, sueños con despertares de felicidad infinita. Entonces, la paz del amor auténtico caerá sobre ti como aquellas lluvias de antes, como el olor del borrador nuevo, como el crujir de las hojas bajo tus pies. Eso querrá decir que te esperan muchos más septiembres. Y cura no soy. Lástima de latín?