Vaya por delante que nunca he sido partidaria de los sistemas de navegación y que, puestos a elegir, prefiero detener el coche a la primera duda y preguntar a que una voz monótona me esté diciendo por dónde debo girar cuando desde pequeña me cuesta distinguir con rapidez entre la derecha y la izquierda. Gracias a eso no sólo me he librado de que en alguna Navidad y no menos cumpleaños uno de mis cuñados me regalara un aparato que a buen seguro no hubiera utilizado, sino que, en más de una ocasión, he entablado amistad y hasta algo más con alguno de mis informantes. Viajes y relaciones en el mismo paquete y por idéntico precio. ¿Qué más se puede pedir?
Aún así, por no dar la espalda a los avances tecnológicos, y dado que el cambio de coche me puso fácil la conexión con el navegador del móvil, estas vacaciones decidí probar la conducción dirigida para demostrarme si era yo o mis cuñados quienes estaban en lo cierto. Y así fue como comenzó mi relación con Siri.
El primer reto pensé que estaba chupado. Le dije que me llevara a un pueblo de la provincia en la que me encontraba sin reparar en que el nombre coincidía con el apellido de uno de los contactos que tengo en la agenda del móvil. Cuando me harté de repetirle que no quería llegar a la persona sino a la localidad sin que me hiciera el más mínimo caso, admito que perdí los nervios y se me escapó un insulto. Leve, pero insulto. «Yo nunca te hubiera hablado así, Mercedes», me soltó en un tono educado que me dejó a la altura del betún en mi propio coche. Noqueada por ese golpe bajo volví a intentar que atendiera mis indicaciones sin lograr que saliera de su error y sin que yo pudiera controlar mis ganas de tirar a Siri por la ventanilla. Y le volví a insultar. Esta vez más fuerte. «Espero que esto no hay enturbiado nuestras relaciones», me replicó con tranquilidad. ¿Enturbiar? Hemos roto.
