La denominación dada por Nerón a la fiesta conmemorativa de su estrenada juventud ha quedado en nuestros días para referirse a una feria de actividades lúdicas infantiles y juveniles. Es bien sabido que a lo largo de los tiempos se ha celebrado gozosamente el tránsito de la niñez a la edad adulta, pero, tal vez, nunca como ahora la exaltación de la mocedad se ha exacerbado con tal desmesura en detrimento de la madurez y de la vejez. Huelgan los ejemplos, sobradamente conocidos. Nuestra sociedad ha decidido indultar a la juventud por el mero hecho de serlo, exculparla de toda responsabilidad con la inmunidad que otorga atesorar pocos lustros. La tolerancia con esos semidioses por parte de quienes ya perdieron -perdimos- tal condición, es infinita, como si esa indulgencia sirviera para remediar los desaciertos propios cometidos en la edad temprana. Irracionalmente, este divino tesoro es erigido en símbolo de modernidad, de avance, de novedad, de regeneración en fin.

Esta ansia por lo juvenil queda especialmente patente en el ámbito político, si bien aquí obedece a la necesidad imperiosa de un relevo generacional que ponga fin al desgaste y a la obsolescencia de los dirigentes políticos añosos.

Para la mayoría, la juventud de nuestros líderes es sinónimo de ideas nuevas -nunca es tal-, de propensión al diálogo -habilidad no congénita sino adquirida en las lides políticas-, del comportamiento correcto, libre de corrupción, frente a los políticos caducos y corruptos, aunque la mocedad tampoco garantiza la inexistencia de corruptelas. La ilusión y la confianza que insuflan entre correligionarios y votantes les ha erigido en todopoderosos líderes juveniles apenas entrados en canas, apenas versados. Sus currículos, necesariamente exiguos, están casi vacantes de méritos y de experiencia, pero poseen una ambición intacta, no siempre encaminada al servicio público y a procurar el bien común.

Ciertamente, nuestra democracia ha engullido sistemáticamente a sus dirigentes, como Saturno devoró a sus hijos, se ha nutrido de ellos con una voracidad inusitada, justificada tal vez por el desgaste del poder, la corrupción o la incompetencia, y los ha sustituido por dirigentes rebosantes de juventud, que la exhiben como si fuera un bien en sí misma, con la euforia redentora de quien se sabe llamado a la sucesión o a la usurpación, para inmediatamente después distanciarse de sus predecesores, deteriorados, caducos y con su reputación en entredicho.

Según la tradición latina, el Senado, cuyo nombre deriva precisamente de «senex», anciano, fue creado por Rómulo y, con el paso del tiempo, esta institución vitalicia otorgó estabilidad al régimen republicano al congregar a los políticos veteranos y prestigiosos que habían ocupado las más altas magistraturas del estado.

También Plutarco, el gran polígrafo griego, defendía y alababa la actividad política de los ancianos basada en la experiencia y en la sabiduría adquirida en los años de actuación pública porque, en su opinión, la política no es una forma de vida con una meta que se pueda abandonar tras haberla alcanzado, sino que implica una dedicación vitalicia, incluso interviniendo en la educación de los jóvenes que quisieran dedicarse a ella. ¡Cuánta distancia nos separa de estas reflexiones!

Quizás nuestra «joven democracia» tenga que alcanzar la madurez definitivamente y exigir de sus políticos competencia, capacidad y conciencia de servicio público como única manera de desterrar de la vida pública el fantasma de la corrupción y del clientelismo instalados en el sistema; de dignificar, en suma, la actividad política. Solo así se forjarán líderes sólidos cuya edad provecta no les inhabilite para el ejercicio de lo público.

Porque no conviene olvidar lo efímero de la juventud, como dicen los célebres versos de Rubén Darío, «Juventud, divino tesoro, ¡Ya te vas para no volver!» o, como afirma G. B. Shaw de manera más prosaica: «la juventud es una enfermedad que se cura con los años».