Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Daniel Capó

Postales de verano

Hace años, muchos ya en realidad, el verano era un periodo de postales. Las recibía de mis tíos y primos suecos -desde el mar Báltico-, y de muchos otros amigos. Era un mundo previo a Internet, ilustrado por los documentales de La 2 y las fotografías de los periódicos o de algún atlas. A los ojos de un niño, Marbella adquiría la misma condición mítica que Corfú, las Azores que Hanói, Vancouver que Buenos Aires. Ya en la universidad, las postales de verano sugerirían nombres míticos: Machu Picchu y Cracovia, Praga y lo que entonces empezaba a ser más habitual: la Costa Este de los Estados Unidos como estación obligada para aprender inglés. España se abría a la democracia con éxito y el turismo de ida y vuelta europeizaba las costumbres del país. Por supuesto, todo era más primitivo y más virgen que ahora. Las redes sociales todavía no existían y, para salir de las rutas habituales, necesitabas confiar en la buena voluntad de algún autóctono o contar con los consejos de un viajero experto. De este modo, el turismo constituía una experiencia de masas, aunque minoritaria a la vez.

Las nuevas modalidades de vacaciones -de los vuelos low cost al intercambio de casas- han dado al traste con este equilibrio. Y también las postales han pasado a mejor vida, sustituidas por las fotografías de Instagram o los mensajes a través de WhatsApp y Telegram. Rastreo los perfiles de mis amigos: P. sigue en Indonesia y M. descansa en Biarritz; la familia C. se encuentra en Canadá y A. explora la montaña castellana; D. cruzó América de costa a costa y Jvas. regresó ya de Pitigliano, en la Toscana. Algunas fotografías retratan un mundo melancólico y noble, otras testimonian la masificación de la felicidad a la que aspira el verano. Quizá la decepción sea inevitable, si pensamos que la realidad arrincona, muy a su pesar, cualquier expectativa. Las postales, al menos, reflejaban lugares tan misteriosos como impersonales. Un álbum de Instagram, en cambio, delata otro tipo de urgencias: una cultura biográfica que resulta, en definitiva, más icónica que verbal.

Miro todos estos lugares con la envidia callada del que sabe que no visitará ni la mitad de ellos. Y, sin embargo, creo que conforman mi cultura al igual que los libros que leo, la música que escucho, las horas que paso al volante o las mañanas de playa con mi mujer y mis hijos. Carl Schmitt decía que nos desenvolvemos en el espacio más que el tiempo y quizás sea así en política, pero en nuestra vida no hay espacio sin una experiencia concreta del tiempo. Tal vez por eso mitificamos la infancia, porque en ella se entremezclan ambos en un punto cuya única referencia es el asombro. Poco a poco, después, nuestra mirada se carga con la luz gastada de la experiencia, la cultura y€ las imágenes que reproducen nuestros conocidos en las redes sociales. De este modo, nos convertimos en espacio y en tiempo, es decir, primero en historia y más adelante en memoria.

En otoño retornará la política y diremos adiós a las fotografías del verano. Ya no hablaremos de tal o cual lugar, sino del uso y abuso del poder a la luz de la propaganda. Y entonces seguramente regresaremos a la deconstrucción del 78, ese caballo de Troya del populismo. Pero antes preservemos estos días de agosto, como la rúbrica de un mundo protegido de la colonización del fanatismo.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats