En el verano de 1888, aparece publicado en la prensa, en lugar destacado, los ricos helados de «La Numancia», nombre con el que se conocía a la hoy titulada Sociedad Cultural Casino de Torrevieja, ricuras que no estaban al alcance de todos los bolsillos. No faltaban en la carta el exquisito mantecado, los sorbetes de avellana, la leche merengada, y el turrón helado. ¡Todo riquísimo!, pero reservado para la gente con situación económica holgada, que en aquella época eran pocos.

Las primeras noticias de la elaboración de «helados» populares en Torrevieja hacen referencia a los fabricados con picadura de hielo proveniente de los neveros de la sierra de Cartagena, que era transportado hasta nuestra población en carros, recubierto con paja para prolongar su conservación, hasta el depósito de Francisco Gallud, en la hoy calle Azorín; o los que se hacían con el hielo fabricado en los «Molinos del Segura», distribuido por Antonio Capellín, almacenándose en su depósito de la calle Chacón, detrás de la iglesia de la Inmaculada, reuniendo estos últimos las mejores condiciones por guardar las reglas de higiene en su fabricación, por su consistencia, así como por la destilación y esterilización de las aguas que en él se empleaban.

Con este hielo, una vez finamente picado, hasta hacerlo fino y lograr una textura esponjosa y blanda que recordaba a los copos de nieve, se llenaba un vaso y se añadía jarabe de limón, fresa, naranja, etcétera, con el que se daba color y sabor. Se fabricaba y vendía, a un precio muy asequible, en la feria y se conocían con los nombres de «raspados», aliviando los calores de nuestros abuelos. Era idéntico al «Kakigri», granizado japonés que deriva de la palabra hielo, «kiri» en lengua nipona, muy popular en la nación del Sol Naciente, y que se prepara, al igual que se hacía en Torrevieja, con hielo triturado y sirope de vivos colores (de cereza, mango, melón, té verde...), comiéndose con una cucharita; dicen que su historia se remonta siglos atrás, cuando los sirvientes del emperador subían en plena canícula hasta el monte Fuji para conseguirle bolas de nieve de agua pura. Los «raspados» fueron un gran alivio con que refrigerarse, ya que en las casas torrevejenses no se tenía de refresco más que la garrafa de agua que, bien tapada, se metía al pozo hasta alcanzar una temperatura «frescachona» y después conservarla en un botijo, eso sí, añadiéndole unas gotitas de anís de «paloma».

También se comercializaba el helado que los horchateros ambulantes que, por la mañana temprano voceaban por las calles: «¡Agua de sibaaaá! ¡Sibá, y qué sibaaaá! ¡¿Quién la quiereee?!». Los heladeros, se dedicaban a la elaboración de ricas horchatas de chufa y de almendras, café helado, etc., todo artesanalmente en sus domicilios, vendiéndolos en horchateras o garrafas que portaban a mano, o bien en carritos especiales que usaban para este menester.

Por la mañana, se tomaba el agua de cebada, agua de limón y horchata, que vociferaban por el pueblo: «¡Agua de limón! ¡Limón helado!» y también en la puerta de la plaza de abastos. Por la tarde, era común oír el grito: «Horchateroooó! ¡A la rica horchata!», vendiendo además, a pleno pulmón café helado, chambis, polos, cortes de «tutti frutti» y otros; alboroto que a veces era denunciado por algunos vecinos por quebrantar el plácido sueño de su siesta.

Por la noche, se podían refrescar las gentes con aquella horchata de chufas o almendras, inimitables, en la horchatería de Cayetano Juan, «el tío Tano», de reconocido prestigio, que un grotesco y burdo tinglado que instalaban en la punta del paseo de Alegre, donde las preparaba a la vista del público, en unos grandes morteros de piedra que utilizaba para machacar los ingredientes, y con garrafones gigantescos para conservarla. Y después de refrescarse con un buen vaso, oír dos piezas de música a la banda del maestro Gil, que tocaba en el templete instalado en el del paseo.

En aquellos albores de siglo XX, también se dedicaban a la elaboración de helados: Joaquín Alemán (hijo); Lorenzo Ballester Gil; Francisco Ballester; Manuel Davó; Francisco Ferrándiz; José Zabala; Manuel Aznar; Andrés Perales; Antonio Pérez; Antonio Manchón; y Manuel Campillo.

Ya más tarde, entre los heladeros de los años treinta, se encontraban, entre otros: Vicente Suárez «el Pego»; Vicente Vergara; «Pepe el Soto»; el conocido '«Chimo»; y otro de muy reconocido prestigio, Cayetano Juan, al que llamaban «el tío Tano», que hacía un mantecado helado que era especial y se vendía en un puesto que tenía a orillas del paseo de Vista Alegre, junto a la feria. No nos olvidamos del canto de «¡Agua y agua, de sebá!», nuestro refresco más típico, en la voz del «Farra», Rafael, en su carrito acondicionados y del grito de «Helado rico, chambi. Horchata y limón helao» o el otro de «¡Al rico helado! ¡Hay polos, coyotes, helados variados!»

Ya más recientes, a mediados de siglo, estaban: «Helados La Ibense», en la calle Chapaprieta; «Helados Mary», en la calle Ramón Gallud; y «Helados Sirvent», en la Plaza de Castelar. Además de los vendedores con el típico carro de mano o bicicleta que vendían horchata de chufa, agua de cebada, limón helado, chambís o cortes de helado y polos, anunciados con voces «al rico helado», a plena voz en la soleada tranquilidad de la tarde. No nos olvidamos de otros establecimientos que destacaron como cuna del buen helado, me refiero al bar «Mediterráneo» -conocido por «la Cueva» por su reducido tamaño-, de José María Guillamó; al café «Las cuatro puertas», regentado por Paco Carvajal «el Gabirro» y Parodi; y, posteriormente, el bar «Aureo», todos en la calle Azorín. Y, seguro, que se me ha olvidado alguno; espero que sepan perdonar mi descuido.