Soy hijo de abogado que durante un tiempo compaginó el ejercicio libre de la abogacía con el de letrado de la organización sindical de los últimos años de la dictadura. No descartaba mi progenitor que a niveles centrales pudiera haber habido algún tipo de corrupción, pero el abogado que en un pueblo se curraba su trabajo era su opinión que lo ganaba casi todo.

Algo de esto debía de haber porque a finales del año 1977 oí una conversación que mantenía mi padre en su despacho con los viejos líderes de la UGT. Don fulano, le decían, hemos estado muy bien con usted durante estos años y nos gustaría que se quedara con nosotros como abogado de la UGT. La respuesta fue: tengo aún varios hijos estudiando y me han dado la posibilidad de trasladarme a Madrid, y además, ustedes son socialistas y mis ideas son las de José Antonio Primo de Rivera, si yo me quedara con ustedes se lo criticarían a ustedes y a mí.

Algo de lo anterior se debió correr por el pueblo, pues al pasar quien suscribe al lado de la barra de una céntrica cafetería, escuché con un cierto tono de sarcasmo: pues no dicen que don fulano se ha hecho ahora comunista.

Yo, que procedo de una familia perteneciente al bando de los que ganaron la guerra civil, algunos de cuyos miembros fueron asesinados, entre ellos mi abuelo paterno, y otros respetados, por ejemplo mi abuelo materno, jefe local de falange en un pueblo de Albacete, a quien no le tocaron un pelo durante todo el conflicto, he ido cambiando o matizando respecto a muchas de la ideas, prejuicios en muchas ocasiones, fruto de la época y circunstancias en que se desarrolló mi adolescencia y primera juventud. Pero he tenido la suerte de que mis condicionamientos ideológicos han estado enmarcados en unos valores morales de rectitud y de justicia que he recibido de mis padres y de mis maestros.

Por lo que he expuesto al principio, sin perjuicio de ser una persona liberal - que para mí ha sido sinónimo de libertad de acción, de intentar marcar uno el camino de su vida- hace muchos años que me he sentido sensibilizado por el derecho de los trabajadores a unas condiciones laborales justas. Por ello cuando llegan a mi conocimiento casos que considero indecentes, de explotación laboral sin paliativos, algo se rebela en mi interior.

Ayer sin ir más lejos conocí el caso de un explotado. Es un sobreviviente que no puede escoger. Tres o cuatro días de dura jornada de trabajo de diez horas a cuatro euros la hora. Y conozco de buena tinta algunos otros casos, como el de un bar que si veía la jefa a una de sus trabajadoras comiéndose un pequeño bocadillo en una breve, brevísima, pausa de la mañana, poco le faltaba para cogerla del cuello. O la dueña de una tienda de lavado de perros, que por seiscientos euros al mes por ocho horas de trabajo aún quería que su empleada se comprara coche para mejor imagen de la tienda. O aquella otra que por tomarse su dependienta dos semanas de vacaciones para ir a ver a su familia, a la vuelta tenía la carta de despido.

Es cosa de buena y de mala gente, podría decirse. Pero como ante la impunidad es fácil que haya quienes se engolosinen en el abuso, las leyes, al igual que deben apoyar a los emprendedores en la implantación y desarrollo de sus proyectos, deben de ser lo suficientemente contundentes y claras para evitar la explotación.

No pretendemos hacer generalización alguna del abuso. Con estas breves palabras he querido hacer hincapié en la defensa de unas condiciones laborables dignas para los trabajadores y trabajadoras, que en su mayoría no salieron de pobres en la época de bonanza y no se merecen ahora pagar el pato de la crisis.

Pero lo cortés no quita lo valiente. Aúpa también por los miles de pequeños, de medianos y de grandes emprendedores y emprendedoras pues sin duda son imprescindibles para la sociedad. Su legítima ambición de prosperar cuenta con mi total respeto.