Totalmente ajeno a las demarcaciones provinciales, aquel puñetero incendio forestal se empeñaba en volver locos a los responsables de los servicios de extinción cruzando y descruzando la frontera de Alicante y Valencia conforme soplaba el viento. El fuego no sabía de divisiones geográficas e igual arrasaba un pinar de Alcoy, que un terreno de bancales de Bocairent, que una tejera en Agres o que una pequeña reserva de carrascas en Albaida. Corrían los años noventa del pasado siglo y los siniestros forestales se cebaban en los montes del país, poniendo en evidencia un paisaje de anarquía y confusión administrativa en el que las competencias se superponían entre las diferentes instituciones. Generalitat, ayuntamientos, diputaciones y Gobierno central se repartían las responsabilidades en una delirante competición, que dependía de la dirección de las llamas, de su llegada a un determinado término municipal o de la chulería de un determinado alcalde. El resultado de aquel lío sin pies ni cabeza era el previsible: en aquella época, no había incendios forestales pequeños, cualquier siniestro solía acabar con un escalofriante legado de centenares o de miles de hectáreas destruidas.

Ha pasado el tiempo y por fortuna, el funcionamiento del dispositivo de extinción y prevención de incendios de la Comunitat Valenciana ha mejorado de forma notable. La creación de un mando único, la mejora de las políticas de prevención, el aumento de los medios y la rapidez de respuesta se han convertido en tres instrumentos muy poderosos, que han permitido reducir de forma espectacular el balance de hectáreas quemadas que se nos ofrece al final de todos los veranos.

Aunque el sistema ha visto aumentada su efectividad, todavía sobreviven en él importantes disfunciones estructurales, cuya solución se ha ido aplazando a lo largo de los años. El gran incendio de Llutxent ha puesto en evidencia la existencia de estos fallos a través de las denuncias efectuadas por los sindicatos y por los vecinos afectados. Hasta doce colectivos diferentes, dependientes de instituciones públicas distintas, participaron en la lucha contra el fuego, que arrasó 3.000 hectáreas en las comarcas valencianas de la Vall d'Albaida y la Safor. Bomberos de los tres consorcios provinciales, bomberos forestales de Tragsa, brigadistas de la Diputación de Valencia, agentes forestales de la Generalitat, vigilantes de la empresa Vaersa, Unidad Militar de Emergencias, personal dependiente de los ayuntamientos y agentes de las fuerzas del orden estatales y autonómicas forman un entramado que complica considerablemente el funcionamiento de un dispositivo en el que de forma obligatoria se han de tomar decisiones rápidas y muy claras.

La climatología, la orografía y las características de sus montes hacen que la Comunitat Valenciana se tenga que enfrentar cada verano con la pesadilla del fuego. Es una verdad incontestable: en estas tierras de sequías y de pinares resecos no existe ni existirá nunca el riesgo cero. Si se tienen en cuenta estas circunstancias, resulta inexplicable que en sus casi cuarenta años de historia una institución como la Generalitat no haya sido capaz de crear un organismo autónomo, con personalidad política propia, destinado en exclusiva a prevenir y a sofocar los incendios forestales. Pasa el tiempo y se acumulan las experiencias negativas, mientras las competencias sobre el tema siguen dispersadas en diferentes consellerias y en diferentes administraciones. Hasta el tímido intento de unificar a todos los bomberos de los consorcios provinciales bajo el mando del Consell choca directamente con las diputaciones, que lo consideran una especie de agresión a una presunta independencia provincial.

Sólo echando mano a los misterios de la política se puede explicar una situación que contraviene los principios más básicos de la lógica y del sentido común. El incomprensible organigrama de la lucha contra los incendios forestales en la Comunitat Valenciana es el resultado de décadas de apaños y de componendas políticas. Se ha ido tejiendo una tupida madeja de intereses corporativos y de equilibrios partidarios y salir de este laberinto sería un trabajo de titanes para unas administraciones que viven acuciadas por el corto plazo y por el temor a abrir nuevos frentes de conflicto.