A lo largo del año vivo consagrado -por obligación y devoción- a la poesía, que tiene la inmensa virtud de ser el género perfecto para nuestra época de prisas posmodernas. De hecho, al verso solo pueden plantarle cara dos modalidades híbridas que no solo resultan instantáneas, sino también solubles: el aforismo y el microrrelato. Por eso, como medida terapéutica, suelo veranear en las páginas de la narrativa, que durante el resto de estaciones confino a los viajes en transportes públicos y a las escalas aeroportuarias.

A finales de junio leí dos singularísimas autoficciones: El dolor de los demás (Anagrama), de Miguel Ángel Hernández, que empieza como un policiaco huertano y acaba como un autorretrato retrospectivo, y Un final para Benjamin Walter (Candaya), de Álex Chico, que funde geografía e historia y que consagra a su autor como nómada impenitente, sujeto autorreflexivo y dueño de una personal poética del espacio.

En este momento, con 37.5 grados centígrados -según el climatizador de mi coche-, ando metido en otra autoficción capaz de helarle la sangre a cualquiera: Ordesa (Alfaguara), ese incompasivo harakiri donde Manuel Vilas nos enseña las vísceras de un individuo y los fogones de su inspiración. Y para la próxima quincena he dejado una deuda pendiente: Fractura (Algafuara), de Andrés Neuman, una novela químicamente impura que habla del tiempo, del amor y de la energía atómica.

En el primer párrafo les refería mi severo programa de desintoxicación lírica, y ahora caigo en la cuenta de que tres de las cuatro lecturas recomendadas las han escrito autores que comparten la doble condición de narradores y poetas. Y es que a los surfistas de metáforas no hay ola que se les resista.