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Viajeros, turistas, invasores

La ley (la falta de legislación más bien) ampara esta práctica absurda que quiera hacer compatible lo imposible, la actividad hotelera y la residencial

Siempre me han gustado mucho los hoteles. Me gustan porque en ellos me siento de paso, provisional, efímero, y las caras con las que me cruzo pertenecen a personas que no volveré a ver, todas tan provisionales, tan efímeras, tan forasteras como yo. Me gustan los hoteles porque no arraigo en ellos nada más que algunos recuerdos, como el de aquel pasillo terrorífico del Madeville de Londres, que evocaba escenas de "El resplandor", o el del hall art-decó del Lutetia, en París, donde aún parecía reverberar el eco de los taconazos de los miembros de la "Abwehr", el servicio de inteligencia y de contra-espionaje del estado mayor nazi, que instaló allí su cuartel general durante la ocupación de Francia.

Seguramente, si se dieran las circunstancias adecuadas, podría fijar mi residencia en un hotel, como hizo el maestro Julio Camba durante los últimos años de su vida. Camba vivió trece años en la habitación 383 del hotel Palace de Madrid, gastos que al parecer sufragaba el banquero Juan March, que se sentía en deuda con él, y ya es difícil que los banqueros asuman deudas y además las paguen.

Alguna vez todos habremos fantaseado con esa idea, la de ser huéspedes residentes de un hotel lujoso y cómodo, de esos donde los recepcionistas tienen el halo de elegancia que una vez tuvieron los mayordomos. Pero seguramente nadie sospechó que podría acabar viendo su casa transformada en una fonda de mala muerte sin quererlo, sin buscarlo, sin merecerlo, pero es así la tónica de esta época de mal gusto y pésima educación que va a rematar nuestra nefasta era.

El alquiler vacacional, el último grito de la codicia (una mina de oro libre de impuestos en un buen número de casos), está haciendo que mucha gente comparta sus días y sus noches con hordas de bárbaros que van a la borrachera, la juerga y el cha-cha-chá. Y nadie puede hacer nada por evitarlo. La ley (la falta de legislación más bien) ampara esta práctica absurda que quiere hacer compatible lo imposible, la actividad hotelera y la residencial. Pero esto parece que nadie quiere asumirlo y las autoridades miran para otra parte. Son cientos de miles las personas en toda España las que viven este acoso (centros históricos, zonas de playa€) que les va a obligar, poco a poco, a abandonar sus casas porque se han vuelto inhabitables, con vecinos que cambian semanalmente pero que actúan casi siempre igual, con ruido, suciedad y nulo civismo.

Todo tiende a su degradación. Hubo una vez viajeros, gente culta y curiosa que quería recorrer el mundo y aprender. Luego fueron reemplazados por los turistas, que buscaban una postal de recuerdo, un "yo estuve allí" sin más trascendencia. Ahora hay un tercer modelo, el del invasor que avasalla el espacio vital de los demás sin más expectativa que el de una borrachera de a dos mil euros la quincena.

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