La salida de la cárcel del terrorista Santiago Arróspide Sarasola, más conocido como Santi Potros, tras cumplir 31 años de condena nos ha hecho recordar todos los asesinatos que ETA cometió durante los años 80 y de cuya autoría intelectual fue en gran parte responsable Santi Potros por las funciones de jefe militar de ETA que ostentaba en aquellos años. Fue responsable, de entre las 40 muertes que planificó y ordenó, de las matanzas de Hipercor en Barcelona (21 muertos) y la de la plaza de la República Dominicana de Madrid (12 muertos).

Aquellos que pasamos la primera parte de nuestra vida en una época en la que ETA parecía campar a sus anchas por varias ciudades españolas gracias a los apoyos que recibía, un tiempo en el que se producía un asesinato semanal -los llamados años de plomo-, nunca olvidaremos la sensación de regresar a casa del colegio o el instituto y escuchar en la radio o ver en el telediario la noticia de un nuevo asesinato. Al ver ahora a Santi Potros caminar por la calle con ese aire de matón de tres al cuarto, los demócratas debemos pensar, más allá de la repulsa que sintamos al ver a este individuo en libertad, que el Estado de Derecho del que formamos parte venció y doblegó a ETA utilizando el arma de la razón.

Durante los últimos años se ha intentado, por varias vías, alargar al máximo el tiempo de permanencia en la cárcel de etarras condenados por múltiples asesinatos como Idoia López Riaño, Iñaki de Juana Chaos o el propio Potros y que, a pesar de tener buenas intenciones como fue la doctrina Parot, han terminado chocando contra el muro del Tribunal de Justicia Europeo que en su interpretación de las normas comunitarias o de nuestra propia Constitución han impedido alargar las condenas tal y como hubiésemos deseado. En España no existe la cadena perpetua y las penas que recogía el Código Penal vigente en los años 80 eran menos duras que el actual Código en orden a su cumplimiento por la Ley General Penitenciaria.

De Santi Potros se sabe que el día de su detención la policía lo encontró escondido debajo de una cama inmovilizado por el miedo, con una pistola en una mano y en la otra una carpeta llena de papeles escritos a mano, gracias a los cuales la policía detuvo a decenas de etarras y pudo hallar varios zulos repletos de armas y explosivos. Esta doble circunstancia, la de esconderse en vez de tratar de huir disparando, él que se las daba de duro y de machito, y la de llevar consigo el listado con nombres y apellidos y lugar de escondite de casi todos los etarras, hizo que fuese repudiado por sus subordinados y por la propia organización terrorista.

Resulta sorprendente que el mayor problema que tuvo España durante la mitad del siglo XX y principio del XXI haya caído en un cierto olvido. Si el entramado terrorista pensó que algún día sería una fuerza decisiva en la gobernanza del País Vasco se ha tenido que dar de bruces con la realidad: sólo se recordará a ETA por sus asesinatos y por no haber conseguido ni uno solo de sus objetivos políticos. Pero este olvido se debe a dos circunstancias. En primer lugar, porque las nuevas generaciones de españoles, los nacidos a partir de 1990, no tienen ningún recuerdo directo de ETA ni de sus asesinatos. Jóvenes que han crecido en un mundo en el que los asesinatos son asesinatos y no «consecuencias inevitables del conflicto» tal y como aseguraban durante los años 80 y 90 el aparato político de ETA y sus simpatizantes; jóvenes que saben quién fue ETA gracias a lo escuchado en casa y a lo que hayan leído en los ensayos que comenzaron a publicarse tras el anuncio de la disolución de ETA. En segundo lugar, otro sector de jóvenes nacidos en el País Vasco ha crecido con muy pocas referencias de quién fue ETA porque sus padres apenas les han hablado de este tema. Padres que se sienten culpables por haber mirado para otro lado o incluso por haber justificado en ocasiones los secuestros y muertes cometidos por los miembros de ETA.

La salida de etarras de las cárceles tras haber cumplido el tiempo máximo de condena posible una vez aplicadas las leyes españolas y teniendo en cuenta las decisiones de alto tribunal europeo, puede resultar en ocasiones difíciles de entender. Pero los demócratas debemos reconfortarnos en el hecho de que nunca claudicamos al odio, al chantaje ni a la barbarie. Esos etarras que vuelven a sus ciudades vencidos y habiendo aceptado su culpa tras muchos años de cárcel son el mejor recordatorio para las nuevas generaciones de vascos que los asesinatos y la extorsión nunca tuvieron ninguna justificación.

* Lectura recomendada: Ramón Jáuregui, Memoria de Euskadi. El relato de la paz (Los libros de la Catarata, 2018)