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La última cena

Hace ocho años les contábamos nuestra visita a L'Atelier de Joël Robuchon en París -al segundo, el que había inaugurado poco antes en l'Étoile- como «la experiencia más conmovedora que nos haya deparado nunca nuestra pasión por la gastronomía». Además de disfrutar de una cena excelsa, tuvimos el privilegio de que nos atendiera en persona el propio chef, en ese vis a vis entre comensal y cocinero -con la barra como único intermediario- que es la razón última de esa transmutación francesa del espíritu de los bares japoneses y españoles en versión haute gastronomie.

Poco antes nos explicaba en una entrevista que, «en París, los clientes más interesantes van a L'Atelier» porque «no hay tralarí y tralará». Según él, «los Atelier están llenos porque responden a las expectativas de la gente, que ya no quiere ir al restaurante como quien va a misa». O sea, un gastrobar, pero a más de 200 euros por barba, con una fusión perfecta entre «la cocina de la perfección» propia del chef -ajena al minimalismo, encarnizadamente opuesta a las técnicas «moleculares», obsesionada por el «producto de calidad»- y ese trato característico de L'Atelier, cuyo estilo se encargó de forjar el morairense Juan Moll por su capacidad para «transmitir convivialidad y profesionalidad al mismo tiempo».

A lo largo de su trayectoria, el cocinero más galardonado del mundo por la guía Michelin -nombrado, sin embargo, Chef del Siglo XX por su antagonista francesa, la Gault-Millau- se ganó el derecho a decir lo que pensaba. Lo hizo con unos exquisitos modales, pero no se cortó de arremeter contra «los aprendices de brujo» que utilizan aditivos químicos en la alta cocina o contra The World's 50 Best Restaurants _la famosa lista de los mejores restaurantes del mundo-, por su «engañoso» sistema de votación o por la «falta de legitimidad» que supone, según él, el hecho de estar auspiciada por una marca con intereses en el mercado gastronómico como es San Pellegrino.

El titular de algunos de los mejores restaurantes de Europa, América y Asia, que pasaba largas temporadas en su casa de Calp y se refería a España como el país que mejor conocía después de Francia, nunca se planteó, sin embargo, la posibilidad de abrir uno entre nosotros. Así que, más de una vez, nos hemos tropezado con alguien que no sabía quién era Robuchon. Se lo hemos resumido de una forma hiperbólica, apropiada para un chef que descubrió su vocación de cocinero cuando se encargaba de las comidas en el seminario donde estudiaba: si en el paraíso de la gastronomía están san Ferran Adrià, san Juan Mª Arzak o san Joan Roca, Robuchon es Dios.

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