Hubo un tiempo en que cada verano, con la puntualidad del sol meridiano, atacaba al mismo verano en artículos como este. Inocente broma que no tenía más pretensión que la de ridiculizar a los numerosos e incautos admiradores del estío. Aún me admiran quienes alaban el calor fatigoso, los mosquitos tan simpáticos, el espeluznante sudor, los advenedizos arroces o los excesos de concurrencia playera. Quizá ahora no convenga ser tan guasón con estas cosas. Porque hubo un tiempo en que el cambio climático era un redoble lejano y abundaban los primos que negaban su inminencia. Pero ahora el clima convierte a los veranos en ominosos recordatorios de lo que está por venir si no se hace caso de las últimas advertencias, casi más, ya, de redobles fúnebres. Y, mientras, perseverarán los que admiran las parvas alegrías de este clima sin misericordia. ¡Qué vamos a hacer! Dejémoslo correr a cambio de los placeres cortos y leves de las vacaciones.

Y si empiezo así, moderadamente apocalíptico, es porque estas circunstancias que diluyen los contornos y alejan los perfiles de las cosas y los espíritus, nos recuerdan que, también, es el último verano de la legislatura autonómica. Muchos pensaron que hasta aquí no llegaríamos: para esas fanfarrias de ángeles de la desgracia no ha habido suerte. El Botànic, con su ámbito de frescura y sombra amiga, ha sobrevivido a los embates y combates desde aquellas mañanas y aquellas tardes en que los noveles miembros de un Gobierno de diversa procedencia y una común ilusión, afinábamos el cálculo de lo que era posible y de lo que se nos antojaba, a veces -noches insomnes-, como peor que improbable. No haré historia de cómo fuimos haciéndonos con la realidad, a base de conocimiento, de experiencia, de voluntad y, también, por supuesto, de errores. Ni fuimos superhéroes superpoderosos ni erráticas mortajas del tiempo pasado. No haré aún esa historia, que para eso faltan bastantes meses y en nuestras carpetas, que recibimos, literalmente, vacías, aún asoman bastantes proyectos, leyes nuevas, reformas acaso imprescindibles y palabras con las que alentar algunas renovadas esperanzas.

Pero en este clima que difumina los gestos y viene mal a los gritos y las proclamas, sí vale el empeño de unas líneas para mostrar el gozo de los trabajos hechos. No se trata de unas cuentas bien rendidas, pero sí de la animosa y morosa satisfacción que puede verterse en palabras acerca de cómo esta Comunidad no se recrea en miserias diversas y miedos abundantes, como sucedió un ayer caducado. No tema el lector, no incrementaré las penas del verano con otro recuento de la corrupción, del despilfarro o de la mala gestión. Pero sí me permito invitarle al trago suave, suficientemente frío ya, que supone considerar que ahora el cambio en el clima político valenciano es definitivamente perceptible. Este Gobierno y sus apoyos han devenido realidad de normalidad, vencida casi toda tentación de recreo en la gestualidad de lo excepcional: ni proclama cada día su superioridad -ni falta que le hace-, ni perdona la vida del honesto discrepante -tampoco del malévolo-, ni da palos de ciego a las piernas de los que quieren caminar en otra dirección, ni, sobre todo, juega al espantapájaro ni al embrujo de los miedos acumulados. El marco de referencia de la acción política ha cambiado y eso posibilita que la mejora en la gestión no sólo se consolide sino que sea moralmente defendible.

Si en todos los indicadores imaginables la Comunidad ha mejorado tenga el lector por cierto que no es por mérito exclusivo de su Consell, pero que tampoco dude de que éste, advertido el flujo de los vientos, ha venido perseverando en orientar bien la vela. Quizá sea porque no tratamos de llegar al horizonte. Pero, igualmente, porque tampoco nos conformamos en yacer en playas conocidas. No concebimos nuestra tarea como la de Ulises ni atracamos en los gozosos, terribles, crueles versos de Kavafis: nada de alboradas quiméricas: es mejor llegar a puerto, rescatando personas en vez de favorecer bellos ahogamientos. Combinamos, pues, la brújula de unos acuerdos programáticos sólidos y estudiados con el convencimiento renovado en que, si bien es cierto que sin velocidad no hay gobierno, como quiere el dicho marinero, no está escrito que tal movimiento deba ser presuroso, hasta desencuadernar las tripas de la nave. Inquietos siempre por algunas prisas, nerviosos por la lentitud innata de las cosas administrativas y por nuestra inexperiencia, hemos aprendido que más vale la seguridad del timón bien asido. Humildemente me permitirán que les diga que, si bien se fijan, hemos hecho de la gobernabilidad el símbolo por antonomasia de una época. Contra la opinión de los que clamaron y crisparon.

No nos quedan meses de placidez. Amarrar no será fácil. Y quedarán turbulencias imprevistas. Siempre es así en postrimerías, cuando los sectarios de cada partido acelerarán sus sinrazones y algunos darán en pedir lo que no existe y otros responderán prometiendo lo que no tenemos. Pero, cuando pasado otoño e invierno, la primavera pida nuevas urnas, la estela de la inercia en la cosecha estará sobradamente establecida. Esa será la última y gran herencia del Botànic: esperar con finura el tiempo preciso en el que ofrecer un nuevo pacto a la sociedad. Porque no sólo vivimos, ya, del impulso del primer viento del pasado, sino con la atracción persistente del norte del futuro.