El conflicto del taxi no es sino la crónica de una muerte anunciada. El fiero liberalismo que nos viene impuesto por parte del club al que estamos adscritos, que se llama Unión Europea, está en el extremo opuesto de las reivindicaciones de los taxistas. Cuando nos hicimos de ese club, que nos ha obligado a tantos cambios en nuestra economía, sin que hoy por hoy lo podamos evitar, la mayoría de españoles no conocía las consecuencias que iba a acarrearnos. En su momento fue una fiesta, pero hoy en día, y esperemos que los delirios de grandeza de los nacionalistas catalanes no se inoculen en el resto de España, no tenemos más que tragar con las lentejas, nos gusten o no. La liberalización que nos imponen los que parten el bacalao, hace que cualquier sector que pretenda hoy proteger sus designios por vía del monopolio está abocado al fracaso a corto plazo. Es pan para hoy y hambre para mañana.

No comparto los mensajes de los cabreados usuarios que han circulado estos días por las redes. Y de otra parte entiendo a los taxistas, sobre todo porque muchos han invertido una suma considerable en ese mercado opaco de las licencias de los taxis, pero el recurso al pataleo de una huelga salvaje como la que han protagonizado esos días no conseguirá que lleven más jornal a sus casas a fin de mes, ni Colau va a conducir o pasar la aspiradora por ellos en sus vehículos. Es cierto que de las VTC lo que gusta es la mayor profesionalidad, y entiéndanme que hablo en términos generales, porque he conocido muchos taxistas premium, como Antonio, de Madrid, desde mucho antes de que Cabify existiera. El cliente hoy en día no se conforma ya con cualquier cosa, el taxi sin aire acondicionado en verano, con el taxista en chancletas, sin educación de trato, ni a los palizas que no paran de dar una conversación a quien prefiere el silencio. Muchos en el taxi aún se resisten a aceptar que todos los prestadores de los servicios son, somos, eso mismo, servidores de nuestros clientes. Y que tenemos que ofrecer el servicio en óptimas condiciones. Para luchar contra las VTC, es inútil tratar de prohibirlas, sino que es preciso tratar de emularlas en todo aquello que tanto atrae a los clientes, como la calidad y limpieza de los vehículos, la vestimenta del conductor o el precio cerrado de antemano. Los «pesetos» que iban frenando para pillar todos los semáforos en rojo ya son de otro siglo.