En estos días que después de años de olvido se le rinde el merecido reconocimiento con la nominación de una calle allá en la Cruz de Pedra en la Vistahermosa que tanto amaba.

Cuando penetrabas en el estudio de los escultores Adrián Carrillo y Adriano no podías abstraerte de sentir los cientos de años de historia del arte acumulados por cualquier rincón, imposible no sentir las emociones de quien, a través de duros esfuerzos, conseguían obtener la belleza y la armonía a partir de la nada, de la tosca piedra, de la áspera madera, del sufrido hormigón, con el conocimiento empapado en la piel, aparecían aquí y allá obras de tiempos pasados, como un doméstico y desordenado museo familiar, estanterías, cajones y armarios llenos de historia de la lucha por recrear, y más aún, transformar la realidad en una imagen, que la representación vívida de las imágenes se puedan sentir con la transformación formal de la materia.

Adrián, con su cálida y pausada voz acallaba cualquier comentario banal del estudio atrayéndonos con la razonada expresión de sus opiniones a la realidad, a la extracción de la quinta esencia del silencio, a esa actividad a la que, sin descanso, pero con pausas, se entregó en cuerpo y mente aun sabiendo de lo ingrato de su trabajo a los ojos de los pudientes y poderosos personajes de la posguerra alicantina.

El zumbido de las muflas cociendo, los golpecitos tac, tac, tac al termómetro... está subiendo, el sonido monótono de la mazeta contra el cincel y la piedra, el chirriar de la amoladora... marcaban el tiempo del trabajo, se transportaba uno a la inopia del pensamiento huido, los cientos de golpes y giros de mano el mortero para pulverizar los groseros minerales de los esmaltes: tres partes de caolín, dos de sulfato de zinc, cuidado con el cobre que azulea demasiado... dale más... pero si ya está..., y con su socarrona sonrisa de hombre sabio te hacía creer que... sí, que le faltaba todavía más.

En las tertulias, siempre en el bar de al lado, «Estamos en el bar» al aroma del café, se desvelaban secretos inconfesables, se hacía patente la verdad de la situación socio política del país, entraba uno en el mundo de la rienda suelta de la libertad, se estremecía de placer el cuerpo ante esa disposición vital del que ha temido y ya conoce, del que tiene la base suficiente para no imitar, no copiar, para crear.

Embebido por el perfumado olor del taller, mezcla de cientos de antiguos aromas, la madera recién cepillada, la húmeda arcilla, el perfume de las arcaicas resinas, la trementina, la colofonia, la sandaraca, el untuoso olor del betún de Judea, la inconseguible almáciga, que te trasladaban, sin poderte resistir, al floreciente pasado de los talleres de los artistas renacentistas y más lejos aún, al mundo antiguo y primitivo de la historia clásica, al principio de la cultura. En el Taller se aprendía a sentir la callada voz de la inerte materia, a medir la fina fuerza con la que dar, para como en la 7 y media no pasarte, mejor quedarte corto, a entender los confusos símbolos de la abstracción, la bohemia comprensión de la trascendente labor de vivir. Sus acertadas apreciaciones enseñaban a ver cuando miramos, a percibir el más adecuado trazo de la estática de lo bello, a vislumbrar la delgada línea que separa la luz en las mezclas de colores, a captar la expresión de un sentimiento con los mínimos rasgos, a sentir la imagen antes que mirarla.

Nos fascinaba su habilidad para conseguir con los adiestrados movimientos prestidigitadores de sus dedos, que la arcilla se transformase, si así se le ocurría, en toda una escena de una fuente italiana del renacimiento con sus dioses, arcángeles y leones alados... era tal su capacidad, que después del encantamiento quedaba la sensación de la verdad, que lo podría hacer si se la encargasen, uno sentía que la tradición de cientos de años de preocupación por sacar la belleza de la más ruda piedra berroqueña se transmitía en esos pequeños movimientos de sus manos que singularmente era capaz de obtener la expresión adecuada con los más mínimos detalles realistas.

Con este honor se reconoce una de las obras más contundentes del panorama escultórico alicantino de todos los tiempos.

Una calle es meritoria pero, a mi entender, en nada acorde con la ferviente imaginación de un maestro escultor. Un rincón o una pequeña replaceta con un motivo escultórico, un estanque con un chorrito de agua, dos cipreses y unas flores, habrían bastado para estar a la altura del homenajeado que tanto hizo por su ciudad. Com diem nosaltres ara és el que hi ha, d'on no hi ha no es pot traure.