Siempre he oído decir que la transición española que permitió el paso de una dictadura a una monarquía parlamentaria fue modélica. De hecho, los siete ponentes que elaboraron la Constitución del 78, junto a aquellos que la defendieron y la figura del rey, hoy emérito, ha encumbrado a este grupo de persona, por parte de algunos, al rango de poco menos de héroes nacionales. Héroes o cobardes; no lo sé. Sé que no tuvo que ser nada fácil para el grupo de personas que, sentadas alrededor de una mesa, tenían que elaborar la senda que nos acercara a la democracia tras cuarenta años de dictadura cruel, no las hay de otra manera, con un rey impuesto por un tirano y sintiendo las miradas, la respiración y el sonido sordo de las armas a sus espaldas.

En aquellos turbulentos, oscuros, peligrosos y, por otro lado, esperanzadores días de finales del 78 los padres de la constitución tomaron el único camino posible, o el único que consintieron los seguidores del dictador. Camino que desde el inicio circunvalaba la figura de Francisco Franco. Con esta premisa unos renunciaron a seguir gobernando pistola en mano y otros renunciaron a una bandera republicana, aceptando una monarquía. Renunciaron y silenciaron a sus muertos frente a otras víctimas a las que Franco ya se encargó de rendir honores. Tendrían que aprender a convivir en calles con nombre de militares sublevados y no rechistarían ante monumentos, monolitos y placas que recordaban a aquellos que se habían levantado en armas contra un gobierno legítimo. Asumirían tener que compartir, barrio, plazas y barras de bar con torturadores. Tendrían que renunciar a la censura hacia los descendientes del déspota mientras éstos se pavoneaban por platós de televisión haciendo ostentación de sus títulos nobiliarios y de su riqueza que las obtuvieron robando al pueblo español. Tendrían que mirar a otro lado mientras se financiaba con dinero público una fundación de nombre "Francisco Franco" que no dignifica a las palomas torcaces precisamente. Asumirían la visión de un mausoleo a las afueras de Madrid construido por esclavos, por prisioneros de guerra, para más honor y gloria de un tirano, de un dictador. Que solo hubiese una vía donde elegir, no quiere decir que ésta sea la más justa, la más parcial y ni mucho menos modélica.

Han pasado cuarenta y tres años de la muerte del dictador y el afán de unos por seguir preservando la figura de Franco, y los otros, con la excepción de Zapatero, más preocupados por el sentido del voto que del sentido común, han hecho posible que problemas no resueltos por la constitución del 78, "la modélica" estén de nuevo en una triste y rabiosa actualidad. Seguimos a vueltas con el valle de los caídos, qué hacer con los restos del dictador, qué hacer con el sombrío y lúgubre monumento y todo aderezado, por parte de la derecha con los discursos rancios que ya se usaron en aquel octubre de 1978 plagados de amenazas veladas como "dejar a los muertos en paz", "no hay que despertar viejas rencillas", "no reabrir antiguas heridas", "hay que evitar el enfrentamiento" € Ya lo decía mi padre; "el peor de todos los trabajos es el trabajo no acabado".

Dicen que los españoles, como pueblo, somos peculiares. Somos peculiares con nuestro himno, con nuestra bandera, con nuestro sentido de estado; hasta en el trato que damos a nuestros dictadores somos bastante peculiares. En el mundo imaginario de Gila y su cómico punto de vista sobre la guerra, puestos a ser un dictador, sin dudarlo elegiría Franco y en España. Si no que le pregunten a Hitler, al rumano Ceaucescu o a Mussolini qué hubiesen elegido ellos.