En menos de dos meses el Real Madrid se ha quedado sin sus dos máximos referentes, sin los líderes de las tres Ligas de Campeones consecutivas. En otro contexto habrían saltado las alarmas y generado muchas dudas sobre cómo se hacen las cosas en la planta enmoquetada del Bernabéu. Habrían surgido preguntas incómodas sobre cómo es posible que en mitad de la mejor racha de éxitos blancos -salvo la de las cinco Copas de Europa consecutivas en blanco y negro de don Santiago- Zidane y Cristiano hayan dado la espantada renunciando a seguir en uno de los mejores clubes del mundo, con lo que ello supone.

Pero no se ha movido ni una hoja. Ni amago de huracán, ni siquiera una brisa de verano que sacudiera un poco el árbol merengue. Nada de nada. A Florentino Pérez la jugada le ha salido redonda. El todopoderoso propietario, perdón, presidente del Real Madrid, ha aprendido de sus errores y ha evitado quedar como el malo de la película, como ya sucedió con el adiós de otros emblemas de la casa blanca como Raúl y Casillas. Pérez, en un movimiento táctico magistral entre Napoleón y Bobby Fischer, ha logrado que Zidane y CR7 hayan enfilado la puerta de salida sin necesidad de enseñársela. De paso, Pérez se cubrió las espaldas en el caso de que esta temporada los resultados no sean los esperados. Podrá escudarse en que sus dos estandartes se quisieron ir y que él poco pudo hacer.

Al empresario nunca le ha gustado que el vestuario (jugadores y técnicos) se creyera por encima de la institución (vamos, de él). Con Zidane las cosas empezaron a torcerse en el pasado mercado invernal, cuando el Real Madrid tenía atado a Kepa para que el portero vasco le metiera presión a Keylor. Zidane, hasta esa fecha comedido en todas sus declaraciones sobre cualquier tema, se marcó un pulso público con el presidente y rechazó la posibilidad de contar con otro portero que no fuera Keylor. De fondo, el amor de padre: Zidane no quería que la llegada de un nuevo guardameta cortara la progresión de su hijo Enzo. Pérez reculó, pero tomó nota (debió hacerlo con sangre).

Luego llegó el culebrón de Cristiano. Pese a los números de récord del portugués y de haber marcado una época en el Real Madrid solo comparable a la de Di Stéfano -que también se fue a las bravas de Chamartín- Pérez y CR7 nunca congeniaron. El empresario no digirió tener que asumir al luso como herencia de Ramón Calderón. El de Madeira tampoco hizo mucho por mejorar su relación con sus constantes pulsos al presidente para lograr ganar más y más. Esta temporada Pérez se plantó y empezó a dar largas a las exigencias salariales de su jugador franquicia. El luso comenzó entonces a revolverse más de la cuenta hasta que estalló en su enésima pataleta, la que amargó al madridismo la celebración de la victoria ante Liverpool en Kiev.

Fue el empujón definitivo a la estrategia de Florentino para deshacerse de Zidane y CR7. El presidente le dejó claro a Zidane que había que hacer cambios para mantener la dinámica ganadora en Europa y para no repetir el esperpento en la Liga. Y éstos pasaban, como mínimo, por traer un portero y dejar salir a CR7.

Zidane, inmerso en el diseño de la pretemporada, siguió con su discurso de seguir apostando por los jugadores con los que había ganado tres Ligas de Campeones consecutivas. Así que viendo lo que se le venía encima -incluido tener que deshacerse de su hijo- optó por presentar su dimisión. Lo de Cristiano tardó un poco más. Pérez le hizo antes del Mundial -no fuera que el chaval la liara en Rusia- una oferta de cara a la galería y le puso precio: con 100 millones se olvidaría de la cláusula de 1.000 millones que tenía el portugués. La única condición es que explicara a la afición del Bernabéu que se iba, que no lo echaban. Que si una rueda de prensa, que si una despedida de leyenda, que si... Al final el adiós llegó a través de una carta en la que Cristiano dejaba claro que había pedido al club que le dejara marchar en busca de nuevos retos. Fin de la historia.