Sería difícil delimitar qué cantidad de riesgos comunes corremos a lo largo de un día cualquiera en nuestras vidas. Bromeamos con el hecho de que todos estamos expuestos por igual a sufrir accidentes cotidianos, como por ejemplo que nos caiga una maceta desde un balcón cuando paseamos por una calle y nos abra en dos la cabeza; que resbalemos con una cáscara de plátano y nos rompamos la columna vertebral o nos desnuquemos o, simplemente, que nos parta un rayo. Pero la verdad es que todas estas situaciones se deben más a la ficción que a la realidad, ya que por probabilidades es casi imposible que seamos los elegidos para morir de alguna de estas formas.

Nuestro equilibrio emocional es uno de los encargados de regular acertadamente una vida sin sobresaltos continuos, porque sería invivible el estar pensando a cada minuto que podemos morir de un infarto, de un ictus o de un cáncer, sin venir a cuento. Enfrentarse a circunstancias que nos demuestren nuestra capacidad de arrostrar, consiguen afianzarnos como valientes ante las adversidades y aumentar en muchos grados la cantidad de adrenalina que se reflejará en nosotros como un auténtico subidón. Experimentar esa sensación es la que nos lleva a buscar situaciones difíciles pero controladas, como ver cómodamente una película de terror en la que vivimos angustias y pánico ajeno desde la cómoda butaca del cine.

Buscar sensaciones fuertes es algo inherente a la propia naturaleza, sobre todo en algunas etapas de nuestra vida. Por ello los adolescentes se embarcan en muchas aventuras de alto riesgo que encienden su motivación de una manera explosiva e incendiaria. Probar una sustancia nueva que además se la venden asociada a placeres indescriptibles, es una tentación demasiado potente como para resistirse a ella, minimizando cualquier riesgo; o practicar sexo a la brava sin ningún tipo de protección; o conducir un coche a la máxima velocidad. Cualquiera de estas coyunturas hace que la satisfacción percibida del adolescente aumente y lo encumbre a un estado de nirvana.

El control del peligro se vuelve subjetivo para los jóvenes bajo una creencia consistente en pensar que si algo sale mal no será en su caso sino en el caso de los demás. Es como si estuvieran protegidos por un halo mágico. Con el paso del tiempo vamos comprobando que nuestro cuerpo zozobra, que lo que antes hacíamos sin pestañear ahora nos cuesta, que nos empieza a fallar la vista, la memoria y otras muchas cualidades, entramos en una nueva dimensión de calibración del riesgo, convirtiéndonos en mucho más cautos y precavidos, aprendiendo a amortiguar las emociones mediante sistemas menos arriesgados. Será verdad que la edad es un grado.