Hicimos una Transición apañada. De una siniestra dictadura pasamos a una democracia homologable sin que corrieran ríos de sangre por las calles y demostrando una inesperada habilidad para ponernos de acuerdo en las cosas sustanciales. Aunque en estos tiempos airados se lleve la autoflagelación y la descalificación interesada de aquel capítulo de nuestra historia reciente, hay que insistir en que el balance general fue positivo. Nuestros políticos dieron la talla en unos momentos muy difíciles y lograron meter el país en la modernidad europea, dotándonos a todos los españoles de un sistema de servicios públicos (sanidad y educación) que nos colocó en el mapa del Estado del Bienestar.

Como cualquier obra humana, aquel proceso ejemplar tuvo también sus zonas de sombra y sus dramáticos olvidos. Una de las herencias más pesadas de aquella etapa histórica fue su incapacidad para encontrar fórmulas con las que digerir de alguna forma el complejo legado de la Guerra Civil y de los cuarenta años de franquismo. Aunque a todos se nos llenó la boca con la palabra reconciliación, lo cierto es que los políticos y buena parte de la sociedad española de la época se limitaron a esquivar un asunto que tocaba muchas fibras sensibles y que generaba importantes tensiones. En un error de cálculo de nefastas consecuencias, se confió en que el tiempo acabaría curando todas las heridas. El tema se gestionó rematadamente mal y la mejor prueba de ello es que hoy, 43 años después de la muerte del dictador, todavía seguimos discutiendo sobre el traslado de la momia de Franco, sobre la retirada de ominosas cruces de los caídos, sobre calles dedicadas a sanguinarios generalotes o sobre la devolución de la dignidad a los miles de españoles que murieron asesinados en las cunetas de las carreteras.

Si a la clase política de la Transición se le puede disculpar este ejercicio de amnesia voluntaria (eran días convulsos, con continuas amenazas de asonadas militares y con un país que construía una democracia mientras mantenía buena parte del aparato del Estado franquista), a sus sucesores -a los hombres que han gobernado en las etapas de normalidad democrática- no se les puede perdonar el haber aparcado ad aeternum la resolución de un problema de tanta envergadura. La derecha actuó guiada por su deseo de rebañar unos cuantos miles de votos entre los restos del franquismo sociológico y buena parte de la izquierda estuvo atenazada durante años por su temor a abrir un frente de consecuencias imprevisibles, que les podía generar un importante desgaste electoral. Entre unos y otros, la casa se quedó sin barrer y los traumas de un pasado lejano y violento acabaron enquistándose en el debate político español.

Cuatro décadas después, ha pasado lo que algún día tenía que pasar: la Guerra Civil, sus interpretaciones, la figura de Franco o el tratamiento dado a las víctimas de la dictadura han saltado a primer plano y se han convertido en temas omnipresentes en la lucha política diaria, situándose a la misma altura que cuestiones más normales, como la educación, el diseño territorial de España o la gestión de la sanidad. En pleno siglo XXI, con millones de españoles que han nacido después de la muerte del dictador, seguimos discutiendo sobre si lo mantenemos en su faraónico panteón del Valle de los Caídos o sobre si lo devolvemos a su familia. La Historia se ha convertido en una poderosa arma para hacer política y eso no es bueno. Salvando todas las distancias que haya que salvar, es como si los alemanes dedicaran sus campañas electorales a discutir sobre Hitler o como si los italianos debatieran sobre la necesidad de retirar un monumento a Mussolini.

La posibilidad de que se produzca un gran pacto nacional que cierre de forma definitiva las consecuencias de un conflicto que se produjo hace más de ocho décadas es cada día más remota. Las inestabilidades del actual mapa político español hacen muy difícil que los partidos renuncien a utilizar las partes más negras de nuestro pasado en la búsqueda de rentabilidades políticas a corto plazo. Visto lo visto, es inevitable caer en el pesimismo y pensar que nuestros hijos y nuestros nietos seguirán echándose los muertos a la cara en un bucle eterno y cainita al que nadie es capaz de encontrar una salida.