Juan Gil-Albert contó que en 1916, con doce años tan sólo, vio una fotografía ovalada y apaisada que encabezaba un reportaje de la revista La Esfera. Tomada tres años antes, le llamó poderosamente la atención. En ella aparecía sentada Alejandra Fiódorovna, nombre adoptado por la alemana Alicia de Hesse ?con sangre británica además porque era nieta de la reina Victoria? al convertirse del luteranismo al cristianismo ortodoxo para casarse con el zar Nicolás II. La zarina posaba en esta foto con sus cuatro hijas Olga, Tatiana, María y Anastasia, que le rodeaban. Tras quedar seducido por esta imagen, Gil-Albert ?que todavía no se llamaba así porque su verdadero nombre fue Juan de Mata Gil Simón? la recortó y guardó en uno de sus cuadernos escolares. Hasta tal punto le interesaron los personajes retratados que, desde entonces, siguió toda noticia que se ponía su alcance sobre la familia imperial rusa.

«Me iban a ser más familiares que la gente que me rodeaba», confesaría en su madurez. Porque la foto supuso un descubrimiento para él. «No sabía nada de aquellas gentes y tuve que decirme: ésta es la familia imperial rusa. Mundo lejano, medio fabuloso». Su pasión temprana por esta historia, acumulando y leyendo obras sobre la última etapa del zarismo y sus protagonistas, derivó al cabo de unas décadas en la escritura de un libro que no se editaría hasta 1977. Titulado precisamente El retrato oval, fue publicado por la editorial madrileña Cursa, con prólogo de Luis Antonio de Villena. «Si aquellas señoras ?reconocía el autor en sus páginas? hubieran ostentado rasgos exóticos, mi interés hubiera sido menor. Pero, por el contrario, su aspecto europeo, el que resultaran gentes tan de nuestro medio, tan comprensibles, esto es lo que, por la distancia de todo orden que les separaba de mí, me intrigó».

Lo que no sospechaba al ver por primera vez la foto ovalada era el desenlace que esperaba a la familia completa, con algunos acompañantes de su servicio. Un momento trágico ocurrido dos años después, cuando la familia fue ejecutada por los bolcheviques, con la presencia también del delicado y hemofílico heredero el zarevich Alexis. El suceso tenía lugar tras estallar la revolución rusa y tras un periodo de más de un año de detención en varios escenarios. Retenidos por último en una casa de Ekaterimburgo, fueron tiroteados en la madrugada del 17 de julio de 1918, hace ahora cien años, en una habitación del sótano. Un final trágico que intensificaría aún más el interés de Juan Gil-Albert tras advertir en un periódico, mezclado entre la reproducción de otros telegramas, un titular al que no podía sustraerse: «¿Ha sido asesinada la familia imperial?».

El libro El retrato oval, recogido después de su primera edición en su Obra completa en prosa, fue escrito en dos momentos distintos, alejados temporalmente de los hechos. La segunda parte fue curiosamente concebida a mediados de los años sesenta, mientras que la que figura como primera parte la redactó después, entre 1970 y 1971, dando a conocer durante ese segundo año algunos de sus capítulos en prensa.

Tanto la evocación del retrato ovalado como la escena de la ejecución eran los hechos que provocaban el ensayo, el cual se recuerda cómo en la madrugada del 17 de julio Yurosky, jefe del destacamento que custodiaba la casa en la que estaba retenida la familia de Nicolás II, quien había abdicado en nombre suyo y de su hijo en marzo de 1917, les hizo despertar sobre la doce y les ordenó que se vistieran con la excusa de que iban a ser trasladados para su mayor seguridad porque los enemigos de los bolcheviques asediaban la ciudad. Con esa misma excusa se les hizo bajar al sótano, a un cuarto vacío con una ventana cerrada. Se les bajaron al momento tres sillas. Pero lo que ignoraban es que Yurosky había recibido órdenes de ejecutarles. Según el relato de Gil-Albert, abastecido con sus múltiples lecturas sobre el caso, el jefe del destacamento había pedido traer doce revólveres para su cuerpo de guardia y un camión Fiat que, puesto en marcha, amortiguara con el rumor del motor cualquier ruido que se produjera en la casa. El camión era el previsto también para el traslado de los cadáveres.

«Fue súbito», narraba Gil-Albert. «Yurovsky entró, extrajo de su bolsillo un papel que leyó y era la sentencia de muerte, y sin dar lugar a que nadie, aterrorizado pudiera dar a su reacción un gesto último de clemencia o simplemente de desespero, encañonó al Zar que rodó por el suelo; a su cargo corrieron el padre y el hijo; los del pelotón ejecutante apuntando con sus pistolas, luego de haberse repartido, un poco al azar, las víctimas». La conclusión del autor fue producto de su imaginación: «Un olor acre, a matadero, invade la habitación revuelta».

Faltaba sacar los cadáveres de la casa. «No se trataba en este caso de enterrar, sino de hacer desaparecer», observaba Gil-Albert. Y por ello describía la escena en la que llegados a un lugar se aplicó ácido sulfúrico y bencina a los restos. «Descendidos, alineados, desprovistos de sus ropas, fueron sometidos los cadáveres a la acción del ácido corrosivo».

Juan Gil-Albert no sentía atracción política por el zarismo, y de hecho su ensayo intenta indagar en los errores que aumentaron la crisis de la familia imperial. Luis Antonio de Villena, que definió el ensayo como un libro de «autocontemplación histórica», justificó en su prólogo ese acercamiento de Gil-Albert a un mundo en el que «dos seres, nefastos para su país y para sí mismo, se subliman y engrandecen en la tragedia». De hecho Villena comprendía en 1977 que el mundo lujoso y exótico del zar, propio ya de una aristocracia decadente, sólo tuviese una atracción estética en Gil-Albert, reforzada además por la lejanía geográfica, pero sin implicación política. «Nada más lejos del talante humanístico y liberal de nuestro escritor», precisaba. De hecho, fue el propio Gil-Albert quien le confirmaría en conversaciones posteriores de los años ochenta el motivo de atracción literaria por semejante historia: «Ya sabes que a mí me interesaba el destino ?lo trágico y lo sublime? de los Ramanof, de los últimos zares».