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Pobre de mí... y de tantos

«¡Que se han acabado las fiestas de San Fermín!». Era el desenlace esperado cuando sonó el chupinazo, allá por el día seis. Una semana de pasión taurina, de blanco de pureza y sangre de toro en los ropajes, de emociones a flor de asta desde por la mañana, en los encierros, hasta que doblaba el último de los cornúpetas por la tarde. Y ahora, claro, ¡pobre de mí! De la intensidad a la espera de otros 357 días.

Se acabó San Fermín con la reivindicación de Octavio Chacón y con esa imagen de Juan José Padilla más pirata que nunca, acompañado a hombros por Roca Rey (seis orejas en dos tardes), dueño y señor de todos los ruedos. También en Pamplona, que tiene la afición más anárquica del planeta taurino.

Y también hubo lugar para la polémica. Fue la tarde de la reaparición esporádica de Pepín Liria. Y volvió a darse la circunstancia de que el público demandó el doble trofeo a la muerte del cuarto toro, que propinó una espeluznante voltereta al murciano de la que salió ileso de milagro, y tras la que se entregó todavía más con esa dignidad que fue siempre su marca. Gritos de «¡Pepín, Pepín!» de una afición rendida ante el trance vivido, ante el héroe caído y resucitado. Pero el presidente, miren ustedes por dónde, se abstrajo de esa emotividad y concedió, en perfecto ejercicio de la norma, solamente una oreja. De ahí a convertir el hecho en categoría y pretender cambiar todos los reglamentos del mundo, solo faltaba la mediación de las redes sociales y el populismo.

Algo parecido ha ocurrido hace unos días cuando nos sorprendía la noticia de que la ministra Carmen Calvo iba a solicitar a la RAE un informe sobre aspectos del lenguaje de la Carta Magna relacionados con el sexismo. «Tenemos una Constitución en masculino», parece ser que espetó la vicepresidenta. Al poco, se sabía la reacción que tomaría, por ejemplo, el escritor y académico Arturo Pérez-Reverte, que anunció sin ambages que dejaría la institución si se accedía a semejantes peticiones. Más reacciones contundentes se echaron en falta.

Y es que no se puede tomar el populismo como dogma y querer rizar tanto el rizo, también en cuestiones lingüísticas que afectan a tantos millones de hablantes. El género gramatical tiene sus reglas asentadas en el idioma castellano sin ningún rubor ni duda: ni todo lo que acaba en -a es femenino, ni lo que acaba en -o es masculino. Y eso parece no ser entendido por la caterva feministoide (que no feminista) que habla de patriarcado y poco menos que culpa al hombre, en masculino, de todos los males de la humanidad, en feminino neutral. Es más: si nos ponemos puntillosos, el idioma español es exclusivista para el femenino, pues si decimos «las españolas», sabemos que solo nos referimos a las mujeres, mientras que si se plantea (como en la Constitución) «los españoles», ya no podemos asegurar que sean solo hombres, sino que, salvo que así se especifique, serán hombres y mujeres de nuestro país. Porque el género gramatical masculino tiene uso también de neutro. Por lo que aquello del «nosotros y nosotras», o «los españoles y las españolas», no deja de ser una constatación de la estulticia coyuntural que ha inoculado su virus en muchos «cráneos previlegiados» de la posmodernidad. Un modismo más que añadir.

¡Ay, las normas! Lo que falta es criterio, personalidad, pasión en la gente. Sirva la analogía entre gramática y tauromaquia. Si a don Miguel de Unamuno no le valía la palabra «novela» para enmarcar su famosa Niebla, se inventaba lo de «nivola», y santas pascuas. Antaño, si el público quería sacar a hombros a un torero, aun sin cortar orejas, se echaba al ruedo y se lo llevaba en volandas. Y santas pascuas también. Sin querer cambiar de un plumazo toda la historia del toreo y sus reglas y cánones. Sin querer cargarse todo un idioma por capricho y oportunismo.

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