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Arturo Ruiz

Los niños de la guerra

Mientras la Yugoslavia imaginada por Tito se desangraba con el cielo cubierto por cascotes y metralla, ellos jugaban al fútbol en patios de colegio y campos de tierra donde las porterías estaban hechas con palos o mochilas. Nunca es tan sublime este deporte como en ese momento: aquí no hay futbolistas malcriados que engañan a Hacienda, ni magnates que hacen negocios en el palco vip del estadio, ni traspasos millonarios a equipos de ciudades obreras donde la gente no llega a fin de mes; sólo un grupo de chavales que se reconocen cómplices en pos de un sueño, sin pasado ni cuentas bancarias, con la única misión de aplicar la sabiduría de sus piernas sobre el alma de un balón en movimiento para llevarlo a su mejor destino mientras a su alrededor el mundo se hace pedazos. Con ese ánimo feroz de niños de la guerra de una diminuta nación perdida en el pecho quebrado de la vieja Europa, como habría escrito Neruda, los croatas derrotaron primero a un mito atrancado en el barro llamado Argentina; y después siguieron sumando gestas imposibles para arrinconar en la cuneta a todopoderosos imperios a través de prórrogas eternas hasta plantarse en una final a la que nadie les había invitado, con el propósito de seguir molestando a los dioses. El desenlace de la tragedia ya lo conocen: exhaustos y con las entrañas ya agotadas, la todopoderosa Francia al fin pudo detenerlos. Pero Modric, Rakitic y el resto de hijos de ese talento callejero urdido en un descampado cercado por soldados serán recordados: Croacia ya forma parte de la misma memoria de otros derrotados que desafiaron gigantes y tampoco ganaron ningún Mundial, la Hungría de Puskás que huía de las botas de Stalin o la pequeña Holanda de Cruyff, autora de arquitecturas prodigiosas sobre el césped. Hay leyendas que no pueden escribir los vencedores. Ayer nació otra.

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