Desde que se fabricó y utilizó la bomba atómica, la conciencia y la posición del hombre en el mundo se transformó como no había ocurrido antes. Ya no había que sobrevivir en el mundo simplemente, sino que la supervivencia requería también poner el mundo a salvo del poder del hombre. Gabriel Marcel lo sustanció así: ahora la humanidad ha de dominar su propio dominio para sobrevivir al mundo y a sí misma.

La mirada humana se transformó y la naturaleza apareció no solo bajo la irradiante luz de lo que está en peligro, sino con el destello interior de aquello cuyo destino anticipa el nuestro. Esa es la inquietud con la que sabemos de la mala salud de los viejos bosques de Europa, de la desertización de nuevas áreas o de la disminución de las selvas tropicales en Asia y América: presentimos que la suerte de los árboles y la nuestra es la misma.

Es como si su número y vigor nos hablaran de la fuerza y salud del planeta: los árboles son el lenguaje de la tierra de la que surgen y a la que expresan y hacen visible. Y esa visibilidad dibujada en sus arboladuras les convierte en la primera geo-grafía, en el texto con el que la tierra se escribe sobre el aire y la luz del cielo. Por eso su inmensa variedad de especies y formas son como los dialectos con los que hablan las regiones del mundo según su suelo, su clima y su historia.

Pero se trata, además, de un idioma antiguo que procede de mucho antes de que hubiera hombres en el mundo: es el idioma en el que la tierra, el agua, el aire y la luz y el calor del sol se funden en un equilibrio viviente, robusto y sin embargo frágil. Las raíces bajo la tierra, las ramas infiltradas en el aire, y el agua y la luz circulando entre ellas resumen el universo en el árbol. Y es la proporción entre esos cuatro elementos simbólicos y primordiales, la que varía según los lugares del mundo y se muestra de tan diferentes formas como las de sus árboles, selvas y bosques.

Por eso (ad)mirar los árboles se parece a leer y es como un mirar dispuesto a escuchar. Tal vez por ello los árboles son tras el rostro y el cuerpo humano lo que más profusa e incansablemente han representado los pintores. Quien sabe detenerse a mirar un árbol tiene ante el mundo la actitud contemplativa de quien posee una soledad que puede habitar. Adentrase en ellos es como adentrarse en la zona paciente y sabia de la existencia donde los acontecimientos se contemplan sin indiferencia ni precipitación.

En la mitología latina, los aborígenes eran los primeros pobladores nacidos de los árboles y, por tanto, descendientes directos de la tierra que ocupaban. Virgilio fabuló el origen de Roma a partir del mestizaje entre los aborígenes y los extranjeros errantes guiados por Eneas. Esa mezcla entre lo autóctono y lo foráneo, entre lo arraigado y lo aéreo, o entre lo paisano y lo mundial está en el origen no ya de cada pueblo, sino de la humanidad misma y de cada uno de nosotros.

Por eso los romanos decían sentir hacia los árboles singulares la misma veneración que hacia sus antepasados. Al fin y al cabo, podían tenerlos por unos ascendientes que, como los padres en su vejez, padecen una vulnerabilidad y dependencia cuyo cuidado sustancia lo humano en el hombre: la piedad. Y es que los árboles son una forma de vida antigua cuya quietud los asemeja a los durmientes: están completamente expuestos a lo que se haga con ellos. Por eso ponen a prueba a los demás, pues aunque no sobrevivan al abuso llevan dentro de sí la fuerza milenaria de la vida y del planeta.

El cristianismo recogió esa dirección de la piedad antigua prolongándola hacia a un Dios vulnerable y clavado en el «árbol de la cruz», es decir, en una madero muerto y convertido en instrumento de muerte, pero del que resurgirá la vida. De manera que la teología cristiana ve en la leña seca de la cruz el retoño del «árbol de la vida» que crecía en el paraíso, cuyos frutos no dejan morir al que los come, al contrario de aquel otro por el que la vida se hizo terrible. Así que en la cosmovisión judeocristiana, la entera historia del hombre gravita simbólicamente en torno a su relación con los árboles y el secreto del bien, del mal y de la sabiduría o la perdición que esconden.

La historia natural de las especies nos ha revelado que el parentesco remoto entre los hombres y los árboles no es mera fabulación: todos formamos parte del mismo linaje de la vida surgido en nuestro planeta. El ecologismo contemporáneo es una reformulación naturalista de la veneración familiar por los ascendientes que representó la pietas latina.

Pero conviene no olvidar quiénes fueron los primeros en tomar los entornos naturales por úteros de identidades morales y políticas: los racismos que cifraron en el ecosistema las condiciones de diversificación de la especie humana en razas, y que afirmaron esos entornos naturales como las tierras nativas de supremacismos identitarios. De ahí ese regusto por nombrar las reservas naturales como «parques nacionales» para que sirvieran como santuarios de un ecologismo político enaltecedor de lo autóctono.

Como recordó Ferry, fue Hitler quien promulgó las primeras leyes europeas de protección medioambiental. En la pulsión maniática por acotar lo autóctono está latente la repulsión para exudar lo foráneo en esos otros parques nacionales que fueron los campos de concentración. Ni siquiera el cosmopolitismo ecologista es siempre capaz de sortear el nuevo puritanismo que denigra lo humano frente a la naturaleza idolatrada. La compasión por los bosques y los animales pero despiadada o indiferente con los hombres es un infantilismo moral fanatizado.

Ciertamente, no hay nada humano que no se pueda corromper, incluso el amor a los árboles. Y es que el bien y el mal siguen siendo frutos del mismo árbol.