En varias ocasiones les he relatado la admiración que siento por la cultura y el pueblo japonés. Su sentido de la disciplina, del honor y del trabajo abnegado por el bien de la comunidad me parecen ciertamente dignos de elogio. Recuerdo, cuando sucedió la catástrofe de la central nuclear de Fukushima, en marzo de 2011, como los trabajadores entraban en la zona, aún a riesgo de sus propias vidas, para minimizar los efectos de la fuga radioactiva entre la población. Con todo, lo que más me impresionó, fue la imagen de los ingenieros responsables de la planta, hincados de rodillas y tocando con sus frentes en el suelo, en una reverencia ante las cámaras, para pedir perdón por su responsabilidad, a pesar de que todo el accidente vino provocado por un terremoto y el tsunami que le siguió.

Sin duda, desde nuestra mentalidad, basada en una tradición filosófica y religiosa que emana de la cultura helenística y de la tradición judeocristiana, es difícil comprender la forma de pensar y de actuar de los pueblos orientales. Un ejemplo reciente lo tenemos en el episodio, felizmente resuelto - de no ser por la muerte de uno de los miembros de los equipos de rescate- de los niños tailandeses atrapados en una cueva con su entrenador. Creo que el comportamiento de los padres de los muchachos, que en ningún momento culparon al entrenador por introducirlos en la gruta, la exquisita reserva de los medios de comunicación para preservar la intimidad de los menores y sus familias, y la calma y eficacia con que las autoridades han llevado a cabo el rescate, son un claro ejemplo de esa forma de ser de la que los occidentales deberíamos aprender algunas cosas.

Las sociedades orientales, en definitiva, sea cual sea su forma de gobierno, por su propia idiosincrasia, mantienen un equilibrio entre las legítimas aspiraciones individuales de sus ciudadanos y la consecución de un bien común. Las sociedades occidentales, por el contrario, nos hemos dotado de unos regímenes democráticos basados en la renuncia a algunas libertades individuales como contrapartida a estar organizados en un orden político.

Esa renuncia constituye la idea del contrato social, concepto que cuenta con una larga tradición en la historia del pensamiento occidental; de hecho ya fue planteada por los griegos y los romanos, además de hundir sus raíces en los conceptos básicos expuestos en la doctrina del judaísmo y el cristianismo, aunque su enunciación formal se atribuye a filósofos como Grotius, Hobbes, Locke y, especialmente, a Jean- Jacques Rousseau, quien desarrolló la idea en su obra El contrato social: o los principios del derecho político, publicada en 1762.

En El contrato social, Rousseau se pregunta cómo, si la sociedad es intrínsecamente mala, por estar basada en la desigualdad y haber roto con la relación del hombre con la naturaleza, se puede construir una nueva sociedad justa. La respuesta que él mismo da justifica que la perversión de la sociedad no la ha provocado el hombre, sino el mal gobierno y, por lo tanto, esa situación es reversible mediante un contrato social, basado en la voluntad general. Esa voluntad general es distinta de la suma de las meras voluntades individuales pues, al contrario que éstas, es justa y vela por el interés común y social. Supone en definitiva, la génesis del Estado tal y como lo conocemos.

En cualquier caso, estos conceptos del siglo XVIII, aunque sean la base de nuestro pensamiento y de nuestra visión de como ha de ser nuestra organización política y social, son difícilmente extrapolables a la sociedad actual. Los avances en las tecnologías de la información y la comunicación, las redes sociales y, especialmente, el poder que el Big Data confiere al Estado y a las grandes empresas, hacen necesario revisar el concepto de «contrato social». Recientemente, hemos asistido a grandes escándalos por la filtración de datos que empresas tecnológicas, como Facebook, han permitido, cuando no propiciado. Hace poco asistí a una conferencia que impartió Chema Alonso, responsable de Big Data e Innovación de Telefónica; el señor Alonso, un hacker que se ha pasado al lado oscuro, durante su intervención, se dirigió a los asistentes con la siguiente advertencia, en tono jocoso, por supuesto: «¿Acaso pensáis que por haber desactivado la localización GPS no sabemos que la semana pasada estuvisteis en ese sórdido local de Barcelona?»

Qué duda cabe el Big Data también tiene innumerables aplicaciones altamente beneficiosas: desde la prevención en la propagación de enfermedades, a la seguridad alimentaria o en la lucha antiterrorista y contra otros delitos. Pero también es cierto que a las personas que, como yo mismo, nos sentimos abiertamente liberales, ese inmenso poder puesto en manos del Estado nos crea cierto recelo. Saber la información que las administraciones, desde la central hasta nuestro Ayuntamiento de Elche, tienen sobre nosotros, pondría los pelos como escarpias a cualquiera. Bueno, a cualquiera no. Hay determinadas opciones políticas a las que les gusta controlar y uniformar la sociedad. En la Europa del Este lo saben bien; aquí algunos aún no se han enterado.