El significado literal de esta expresión ciceroniana, «a favor de su casa», bien podría referirse al comportamiento generalizado de los partidos políticos, afanados denodadamente por obtener un beneficio para sus miembros y afines, y convertirse en el máximo exponente de una expresión castellana, más prosaica que la latina, pero igualmente gráfica, de «barrer para casa». Después de todo «¿qué lugar hay más agradable que el propio hogar?», se preguntaba el orador romano.

La polvareda levantada en cumplimiento de esta máxima con relación al control de la televisión pública es un claro ejemplo de la disconformidad ciudadana con los manejos interesados de los políticos, por no mencionar la de los profesionales del medio, sin duda esperanzados en poder recuperar los principios de una práctica necesariamente comprometida con la verdad, la independencia, la equidad, la imparcialidad, la humanidad y la responsabilidad.

No deja de sorprender la arrogancia de que hacen gala sucesivamente los partidos hegemónicos al irrumpir en lo público para utilizarlo en provecho propio. Se trata de una cierta concepción patrimonial de instituciones y servicios que son esencialmente inapropiables e inalienables, por lo que no deberían verse politizados ni ser susceptibles de una usurpación partidista. Ciertas injerencias en la enseñanza, en la judicatura o en los medios de comunicación, por poner algunos ejemplos elementales, abren una brecha irreparable en el estado de derecho basado en un delicado sistema de balanzas y contrapesos. Precisamente, la virtualidad de lo público radica en mantenerse a salvo de los vaivenes políticos.

Por consiguiente, debería preservarse su independencia a toda costa, desterrando esa vieja idea de domesticidad de lo público a la que tan acostumbrados nos tienen los políticos; solo así se podrá vencer la irresistible tentación de control que tiende a ejercer el ejecutivo, cuya voracidad fagocita el interés público en aras del interés doméstico, a menudo tan contrapuestos.

Por mucho que la legislación permita el control parlamentario de los medios de comunicación estatales, la ansiada regeneración política no parece acorde con el oscurantismo en el reparto de poder entre los partidarios, como si de un pago de favores se tratara.

Por consiguiente, resulta primordial saber qué idea tienen los dirigentes políticos sobre lo público, entendido en el sentido auténtico del término como «cosa pública», al modo romano, («res publica»), en tanto que concierne y engloba a la comunidad ciudadana, porque es precisamente la estructura institucional jurídicamente organizada, sometida al derecho, la que conforma lo político y no al contrario. La calidad de lo público nos incumbe a todos, determina nuestra posición dentro del estado y nuestras libertades, por lo que su protección ha de ser absoluta, teniendo en cuenta, además, que se sufraga con nuestros impuestos.

Tiempo atrás, la vicepresidenta del gobierno afirmaba en una entrevista: «el dinero público no es de nadie». Tal vez, la frase se sacara de contexto, pero resultó demoledora. Quizá esta idea subyace en el pensamiento de algunos políticos que consideran la cosa pública como cosa de nadie; la «res publica» como «res nullius», susceptible por tanto de ocupación o de apropiación.

La destrucción de la casa y la confiscación de los bienes de Cicerón justificaron su arenga contra Clodio para reclamar su restitución tras el exilio («Cicero pro domo sua»).

Todavía en nuestro tiempo, la ciudadanía ha de actuar «pro domo sua» en defensa de lo que le es propio, esto es, de lo público, que en modo alguno puede ser malversado, malgastado u ocupado con fines espurios, sino destinado al bien común.