Lejos de aprovechar el momento para cohesionar Europa y dotarla de una mayor fortaleza, sus gobiernos y las propias instituciones de la UE siguen empeñados en avanzar hacia una mayor fragmentación, dando razones para que aumente la desafección de sus ciudadanos y crezca la eurofobia. Parece como si no hubieran aprendido nada de lo sucedido estos años en los que han ganado terreno los populismos y neofascismos, que han facilitado un Brexit traumático en el Reino Unido o que han posibilitado el avance de una extrema derecha xenófoba que en algunos países ha logrado significativos avances en parlamentos y gobiernos. Y en todo ello tiene también una gran responsabilidad la aplicación obsesiva de políticas económicas fracasadas en los países que con mayor crudeza vivimos el impacto de la Gran Recesión, así como la actuación irresponsable ante la llegada de refugiados y migrantes a sus fronteras. Todo ello pone en entredicho principios democráticos y solidarios que forman parte de la esencia con la que se construyó Europa, y que ahora saltan por los aires.

No hay nada peor que dejar que los problemas sin resolver se acumulen porque dan paso a otros nuevos, algo que está viviendo la UE en sus propias carnes. De tal forma que se equivocan quienes piensan que todo gira en torno a los problemas de los migrantes y refugiados. Sí, la política migratoria y de asilo, junto a sus respuestas, forman parte del núcleo básico del proyecto europeo porque afectan a cuestiones clave como la libre circulación interior, la solidaridad compartida y el modelo de fronteras. Por ello tiene tanta influencia la irresponsabilidad con la que se viene interviniendo ante el drama de las migraciones forzosas que llegan hasta las fronteras europeas, fundamentalmente a través del Mediterráneo. Pero a ello se añade en estos momentos un Brexit que está en un callejón sin salida, las dificultades para reforzar la arquitectura del euro, la guerra comercial abierta por los Estados Unidos con efectos que empiezan a ser muy preocupantes para algunos sectores, junto al ascenso de los parafascismos que desde parlamentos y gobiernos de diferentes países no sólo están erosionando los cimientos europeos, sino que está basculando hacia la extrema derecha las políticas de muchos países. Un buen ejemplo lo tenemos en Alemania y los problemas que está teniendo Angela Merkel con los conservadores bávaros que pretenden no ceder sus posiciones a la fuerza ultraderechista, Alternativa por Alemania.

Por ello, todas las políticas europeas están viéndose influidas por esa especie de infección xenófoba y eurófoba que algunos de sus líderes están esparciendo y que empapa muchos de los problemas cruciales que Europa tiene entre manos. Hasta el punto que ahora, el resultado de las cumbres de la UE no se mide tanto por los avances acordados, sino por lo que se ha conseguido salvar del derribo. Y buena prueba es la reunión de los veintiocho líderes europeos celebrada hace pocos días, en la que tras catorce horas de tensa negociación se echaron por tierra acuerdos anteriores que había costado mucho alcanzar, por ejemplo, en materia migratoria por medio de la incumplida Agenda Europea de Migración, aprobada en mayo de 2015. Así, de la obligatoriedad se ha pasado a la voluntariedad, de manera que la UE santifica que cada país pueda hacer lo que considere conveniente en cada momento ante, por ejemplo, la acogida de refugiados. Se renuncia a un criterio tan importante ante situaciones de crisis humanitarias como es el de solidaridad compartida, abandonando el sistema de cuotas obligatorias de reubicación o reasentamiento para cada país. Aparecen conceptos eufemísticos nuevos como las «plataformas regionales de desembarco», «centros de tránsito» y «centros controlados de inmigración», que no están bien definidos, pero con el objetivo de concentrar en ellos a los solicitantes de asilo que vayan llegando hasta suelo europeo y pedir, una vez más, a diferentes países africanos que asuman la responsabilidad sobre quienes sean devueltos desde el Mediterráneo. Nuevamente se vuelve a hablar de los traficantes de personas, sin hacer nada para impedir su actuación y atender a sus víctimas, y se hace una mención tan genérica como imprecisa a incrementar la cooperación con el continente africano, recogiendo la preocupación por «aumentar sustancialmente la inversión privada en África», es decir, hacer negocios allí.

Nadie puede creer que con estos acuerdos de los primeros ministros europeos se van a frenar las migraciones por el Mediterráneo y se va a detener el marasmo migratorio existente. De hecho, a los pocos días de esta Cumbre europea y de tan preocupantes compromisos, varios países centroeuropeos, como Alemania y Austria, amenazan con expulsar a aquellos refugiados en su territorio hasta los países en los que entraron, Italia sigue empeñada en revivir cada día páginas que recuerdan a los discursos de Mussolini, Malta niega el atraque en sus puertos a los barcos que rescatan a inmigrantes en naufragios, al tiempo que en Polonia, el partido ultraconservador que gobierna el país con el llamativo nombre de «Ley y Justicia» ha aprobado vulnerar principios básicos de los tratados europeos para controlar todo el sistema judicial, como cualquier país totalitario que se precie. La deriva no es solo de los inmigrantes que cruzan el Mediterráneo.