En las viejas redacciones (las de humo de tabaco y montañas de papeles) había siempre un señor serio y trajeado, al que todos sus compañeros contemplaban con el mismo respeto reverencial con que los indios sioux miraban al hechicero de la tribu. Era el denominado redactor de tribunales, un tipo solitario que hacía vida aparte y que dedicaba su jornada matinal a perderse por un mundo misterioso de jueces, abogados y audiencias provinciales. Aquel periodista atípico era el único empleado del periódico que dominaba el lenguaje incomprensible de los autos judiciales y de las sentencias. Para el resto de la redacción, incluidos muchos directores y redactores jefes, aquel personaje era una especie de ser superior que recibía un tratamiento vip, ya que era el depositario de una sabiduría antigua y enrevesada, que al resto de los mortales (ocupados en los sucesos, en la política o en jugosas entrevistas a la reina de las fiestas) nos sonaba a chino.

Es inevitable recordar con nostalgia a aquella olvidada figura del periodismo clásico en unos tiempos en los que los periódicos se han convertido en una gigantesca sección de tribunales. Aquel venerable lobo estepario de las redacciones estaría hoy perdido y estupefacto ante el inmenso caudal de informaciones judiciales que ha obligado a todos los periodistas españoles a hacer cursos intensivos de Derecho para poder entender una actualidad en la que jueces y fiscales han adquirido el protagonismo reservado a los presidentes, a los alcaldes o a los diputados. Mientras sueña con su inminente jubilación, el entrañable redactor de tribunales se ha visto superado por los acontecimientos y contempla cabreado cómo su vieja magia se ha convertido en material de uso diario sobre el que puede discutir desde el más novato de los becarios hasta el más bobo de los tertulianos de la tele.

Este sutil cambio interno en la profesión periodística es el fruto de una profunda transformación de la realidad de un país en el que una sola línea de texto escrita por un juez en una sentencia ha sido capaz de provocar la marcha de todo un presidente de Gobierno. Los medios de comunicación van a donde está la noticia y aquí, a lo largo de la última década, las noticias con sustancia y trascendencia se gestan en los despachos y en las salas de vistas de los tribunales.

La acumulación de casos de corrupción en todos los niveles de la Administración pública ha acabado por provocar un fenómeno difícil de digerir: en España, las agendas de la política las marcan los jueces y los magistrados, asumiendo de forma totalmente involuntaria una función que las leyes de la democracia les tienen reservada a los políticos electos. Este extraño cambio de papeles resulta especialmente espectacular en la Comunitat Valenciana, una autonomía en la que los años de corrupción del PP han dejado un inagotable legado de procesos judiciales que ha acabado por desplazar de las primeras páginas a los asuntos normales de la gestión del día a día.

Dicen los expertos que este desplazamiento de los ejes del poder es el fruto de la incapacidad de la clase dirigente española para buscarles soluciones políticas a los problemas políticos. La decisión de recurrir a los tribunales es absolutamente legítima y en la mayor parte de los casos le genera al denunciante sustanciosos beneficios a corto plazo. Sin embargo, el abuso de esta práctica está transformando el ecosistema político en un campo de minas en el que cualquier gobernante puede acabar destrozado por las consecuencias de un pleito impulsado desde la oposición. No hay nadie a salvo de esta escabechina general en la que quedan igualadas las torpezas en la gestión con los latrocinios más descarados y sistemáticos. La foto del paseíllo ante el juzgado resulta mortal de necesidad, ya sea por haber cometido un error en unos expedientes o por haberse llevado el dinero de la caja a paletadas.

En medio de este ambiente enrarecido parece prácticamente imposible la recuperación de la normalidad institucional. La judicialización es un arma política de efectos rápidos y letales y nadie parece dispuesto a renunciar a ella, aunque los resultados de esta línea de acción acaben salpicando a todo el mundo. Estamos metidos en una espiral endiablada, que amenaza con convertir la política española en un territorio intransitable.