No podría datar con exactitud la fecha en la que España empezó a convertirse en un país demasiado convulso, peligrosamente desquiciado, sorprendentemente revanchista, políticamente desprestigiado, territorialmente desunido, amablemente solidario con los de fuera y despiadadamente insolidario con los de casa; un país inquietantemente judicializado, preñado de decenas de miles de denuncias políticas de unos contra otras y otras contra unos, inundado de fuego amigo y enemigo, complaciente en la escenificación de los juicios y la justicia paralela, inmisericorde entre hermanos, cainita secular de gran parte de su malhadada historia. A tal punto ha llegado el grado de esquizofrenia paranoide, que muchas mañanas desearías tomar el café sin leer el periódico o comerte el plato de lentejas sin ver los noticieros de televisión. Cuando no estamos embarcados en la nave de la corrupción sin fin, estamos saturados de sucesos a cual más truculento. Las cabeceras de los periódicos y las primeras imágenes de los informativos de televisión no contienen otras noticias ni fotografías que no sean las de políticos esposados, sedes de partidos, ayuntamientos y diputaciones tomadas por la Policía o la Guardia Civil como si se fuera a asaltar un peligrosísimo reducto terrorista. Hoy el público conoce mejor las fachadas de muchos juzgados y sedes judiciales que la catedral de León, que no sabrían dónde ubicarla. Al tiempo que mucha gente desconoce por completo las cosas más elementales, habla con absoluta naturalidad, llenándoseles la boca de pura autoridad -en muchas ocasiones algunos periodistas también-, de investigados, imputadas, prevaricadores pasivos y malversadoras activas, cohecho impropio y soborno diferido, secreto del sumario y prisión comunicada, riesgo de fuga y destrucción de pruebas. En fin.

Lo más preocupante de toda esta convulsión -en muchos casos auténticos e incalificables linchamientos mediáticos- es que tengo para mí que quienes deberían evitar, dosificar, respetar, ponderar, preservar e incluso dignificar desde la perspectiva constitucional y humana determinados actos y actuaciones, o no han podido o no han sabido estar a la altura de sus funciones y atribuciones. Una sociedad madura, respetuosa, democrática, que avanza en libertad, convencida de los valores constitucionales, no se caracteriza por el retorno a los pasajes escénicos más oscuros de la Revolución Francesa donde el populacho se afanaba por ocupar puestos de privilegio para las ejecuciones públicas; ni se identifica con las tumultuosas e insanas manifestaciones de venganza y odio frente a los que todavía gozan de la presunción de inocencia; ni emula a regímenes donde se ejemplariza el castigo en ahorcamientos en lo alto de una grúa, lapidaciones públicas de mujeres o amputaciones de manos a los ladrones; ni pervierte el sentido de la justicia, la independencia de los jueces, con el acoso, la descalificación, las manifestaciones a la carta o la presión en la calle y en la puerta de los tribunales. En este insano y antidemocrático estado de crispación, todos -todos- deberíamos conciliar un acto de humilde reflexión y volver a la cordura.

La Justicia está para juzgar y, en su caso, tras todas las garantías legales, castigar las conductas punibles. No hay impunidad. No hay tolerancia con el delito ni disculpa a los delincuentes. Pero dicho esto, y convencidos de la superioridad de los sistemas democráticos frente a los populismos demagógicos, los regímenes comunistas, las dictaduras, las sociedades teocráticas y los totalitarismos nacidos del nacionalismo xenófobo y excluyente, la Justicia -quienes la administran, quienes la promueven, quienes colaboran con ella- debe actuar con absoluta serenidad, con total independencia, con necesaria proporcionalidad, con la moderación y prudencia que exige el inmenso poder que administra en nombre de la soberanía ciudadana. Y todo ello sin sobresaltos escénicos, sin publicidades innecesarias, sin arrogancia, sin presiones externas de ningún grupo por vociferante que resulte. Y todavía deben acentuarse más esos valores cuando se trata de los derechos de la persona, de su libertad, de su integridad física, de su dignidad, de su presunción de inocencia, de la irreversibilidad de determinadas actuaciones. Cuanta más alta es la función y las responsabilidades que se ejercen, más prudencia y ponderación se deben acreditar. Porque cuando las masas se desatan incontroladas pretendiendo ocupar un lugar y una función que no les corresponde, pueden provocar una grave estampida de consecuencias catastróficas para el conjunto de la sociedad. Solo en manos de quienes deben administrar la política, la justicia, los empleos policiales, los medios de comunicación, el discurso intelectual y docente, solo en esas manos, digo, está el poder volver a la cordura. Una grave y gran responsabilidad de la que no se debe abdicar.