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La andanada

Mesías de la moderna tauromaquia

El viernes, en Algeciras, tuvo lugar su penúltima revelación ante sus fieles

Ya se nos pasaron las Hogueras, sí, con su intensidad y su insoportable levedad, al fin y al cabo. Y otro año más el Club Taurino de Alicante ya ha concedido su trofeo «Santa Faz», el quincuagésimo cuarto, al Juli; su tercer «José María Manzanares» a su hijo (por tercer año, pleno); y su décimo segundo «Memorial Manuel Lancis» al picador Manuel Quinta. Bendita afición y bendita tradición.

Y volviendo al fragor de la distancia cercana, esa de la que participamos gracias a las nuevas tecnologías de la información, hemos vivido la enésima aparición levítica de José Tomás, el último mito, el postrer iluminado. Todos los toreros querrían ser como él. Cinco años en la cima, y luego a escoger el cómo, cuándo, cuánto, dónde y con quién mientras, desde el pedestal, se quita a los pesados de la foto y se acerca cada vez más a los altares del toreo, donde se puede vivir como dios (permítaseme el chiste fácil). Todo ello, claro, con los lógicos peajes que tiene el toreo: cornadas y fracasos. Que nadie venga luego con memeces de demagogias y demás. El viernes, en Algeciras, tuvo lugar su penúltima revelación ante sus fieles. Aunque se le metiera de por medio Miguel Ángel Perera en otro indulto más que adultera ese premio. Y eso que tuvo mucho mérito el tal Libélula (un Jandilla ciertamente bien presentado) en aguantarle al extremeño dos faenas, una en la distancia media-larga y otra en esas cercanías que tanto le gustan pero que tanto ahogan a los animales. Aunque ya había cantado la gallina buscando tablas al natural, y muy poco trascendió de su pelea en varas, escasamente lucida a lo que parece. José Tomás volvió a bordar el toreo. ¿Por qué no en cosos de mayor entidad y con ganado fuera de toda sospecha? Dos «independientes» contra el sistema, a decir de muchos. Para crear el suyo propio, no seamos ilusos.

Eso sí: nos pongamos como nos pongamos, los toros volvieron a las portadas por obra y gracia del último mesías, y esa es, quizás, la noticia más agridulce de todas. La tauromaquia continúa dando titulares, sí, pero se sigue sin enderezar el rumbo de lo que se debe mostrar al mundo. Baste señalar que cada torero se llevó sus tres toros bajo el brazo, sin sorteo ni nada. Es un tránsito peligroso hacia una modernidad mal entendida. Si se pierden las esencias de la tauromaquia, ya no habrá argumentos para asumir el sacrificio público del toro. Y hay que empezar a llamarle a las cosas por su nombre.

Y mientras transcurren los sucesos ordinarios y extraordinarios de la temporada de marras, el taurinismo vuelve a pasar por alto el ataque a las bases de la fiesta. Triste, muy triste, resultó no ver en la segunda andanada de sombra del coso de la Plaza de España durante las pasadas Hogueras las pancartas y la alegría del tendido joven, con la peña Tauro Joven como estandarte. La empresa decidió gestionar directamente esa iniciativa (alrededor de trescientos cincuenta abonos, la mayor de toda España) y su fracaso ha quedado claro. Y, por otro lado, se está pasando por alto la iniciativa de los animalistas, con Guanyar al frente, de prohibir la participación de menores de 18 años en las escuelas taurinas, dentro del reglamento que regula las clases prácticas de estas en la Comunidad Valenciana, amén de seguir exigiendo la prohibición de la asistencia de menores a espectáculos taurinos para prevenir hipotéticos «efectos nocivos» amparándose en una supuesta resolución de la ONU que, en realidad, solo es una recomendación del Comité de los Derechos del Niño sin ninguna base científica, más que un supuesto (e inexistente) estudio de la Fundación Franz Weber, cabeza del lobby antitaurino. Ese fue el comienzo del fin de la tauromaquia en Cataluña, empujada luego por el extremismo secesionista. ¿Qué hacen mientras tanto los taurinos? Mirar hacia otro lado, llenarse los bolsillos y esperar a que sea el aficionado, el que se deja los dineros en la fiesta, quien se eche a la calle. No hay más preguntas, señoría.

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