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Juan R. Gil

Con las costuras al aire

La detención del presidente de la Diputación de Valencia desata la polémica sobre actuaciones policiales en casos de presunta corrupción, frustra el objetivo de levantar la hipoteca reputacional y pone en cuestión el liderazgo de Puig y Oltra

La detención el miércoles del alcalde de Ontinyent y presidente de la Diputación de Valencia, el socialista Jorge Rodríguez; de su jefe de gabinete y otro de sus asesores; del secretario de la empresa pública Divalterra, dependiente de la Corporación provincial, y de los dos cogerentes de la misma (una de ellas, Agustina Brines, de Compromís), por una presunta trama de corrupción que, de momento, únicamente se ha sustanciado en acusaciones de enchufismo (la contratación de seis altos cargos vinculados a los dos partidos citados pese a la existencia de informes jurídicos contrarios, con sueldos de unos 75.000 euros brutos por cabeza, contratación que sólo de confirmarse su irregularidad derivaría en un posible delito de malversación); el operativo policial ejecutado esta semana, digo, nos ha reventado otra vez las costuras.

El president de la Generalitat, Ximo Puig, y la vicepresidenta del Consell, Mónica Oltra, se esforzaron desde que llegaron al gobierno en situar como uno de los objetivos prioritarios de esta legislatura levantar la que denominaron hipoteca reputacional, la imagen de «tierra de chorizos» que está lastrando a la Comunidad Valenciana como consecuencia del amontonamiento de escándalos protagonizados por los anteriores regidores del PP. A falta de menos de un año para las próximas elecciones municipales y autonómicas, la bautizada como Operación Alquería ha frustrado ese intento de recuperar el crédito perdido. «¿Qué pasa?», preguntaba el miércoles un pasajero del AVE a su compañero que acababa de recibir en el móvil la noticia de las detenciones. «Nada, que ha caído otro valenciano». Una respuesta, tan lacónica como demoledora, que lo dice todo.

Con independencia de lo que depare en el futuro la investigación, la actuación policial ha sido claramente desproporcionada. No es la primera vez. Fue desmedida hace unos años la toma por agentes armados de la Diputación de Alicante, un edificio público que estuvo cerrado varias horas para requisar dos discos duros del despacho de Joaquín Ripoll, igual que fue un evidente exceso el arresto en su casa, con gran despliegue de efectivos y de medios, de un delegado del Gobierno, Serafín Castellano, que estaba en el ejercicio de sus funciones el día que fueron a por él, lo que es igual que decir que pasaba la jornada rodeado de policías y guardias civiles, o sea que es difícil imaginar un caso de menor riesgo de fuga o resistencia. A Jorge Rodríguez y a sus altos cargos se les podía haber requerido para que acudiesen a las dependencias policiales, haberles leído allí sus derechos para formalizar su detención, haberles tomado declaración en presencia de sus abogados y haberlos puesto en libertad con obligación de comparecer cuando el juez lo reclamase. Eso no hubiera sido algo extraordinario, sino lo habitual. Lo que ocurre es que entonces no hubiera habido grilletes ni escarnio público. Y ya se sabe que lo que no es excepcional, es aburrido. Pero también se sabe que la democracia es aburrida y Manuel Vicent dejó escrito hace unos años que, cuando no lo es, es precisamente cuando hay que echarse a temblar.

La desproporción ha dado paso luego al desquicie generalizado. Pasen y vean. El delegado del Gobierno en la Comunidad censurando el dispositivo de la Policía, que se supone que reporta ante él, poniendo en evidencia así una impotencia preocupante del poder civil, que tiene otros cauces más apropiados que las ruedas de Prensa para poner en cuestión si una actuación de un cuerpo de seguridad del Estado ha sido o no correcta. El juez, felicitando a la Policía tras el operativo, según una información atribuida por una agencia al Tribunal Superior de Justicia, sin que se sepa concretamente, de no desmentirse, cuál es la razón de la felicitación ni por qué el instructor se mete en ese jardín. El Ejecutivo y el Judicial, pues, enviándose puyas a través de los medios de comunicación, en lugar de ejercer cada cual las funciones que le corresponden con la misma exigencia de eficacia que de discreción. Y para rematar, algunos de los mismos agentes que intervinieron en la operación, deslizando que se habían recibido instrucciones supuestamente para acelerar el proceso o manifestándose sorprendidos por la orden de encerrar a los detenidos en el calabozo.

Item más. El ministro Ábalos, a la sazón secretario federal de Organización del PSOE y valenciano, corriendo a exigir la renuncia del detenido para ganarle la carrera al secretario general del PSPV, Ximo Puig, y el jefe del Consell, a su vez, titubeante, descolocado, viéndose forzado a suspender de todos sus cargos a Rodríguez (sin conseguir, por ahora, su relevo «pacífico» como presidente de la Diputación), para unas horas después proclamar urbi et orbi la «honradez» y «honestidad» del también alcalde de Ontinyent. Compromís, partido al que las acusaciones de presunta financiación ilegal también le afectan, manteniendo, valga el tópico, un silencio atronador, sin reunir a sus órganos de dirección, sin decir durante horas esta boca es mía, después de haber hablado tanto de los embrollos de los demás a la menor ocasión durante los últimos años. El PP, moviéndose entre las ganas de revancha y la obligada contención de quien sabe que en los próximos meses seguirá caminando por el Gólgota de las sucesivas condenas que vienen. Y, por último, la actuación del propio Rodríguez, su salida del calabozo para darse un autohomenaje populista en su pueblo, que no augura nada bueno precisamente: la Policía le impone la pena del telediario y él contesta a la antigua usanza, encastillándose y sacando los fieles a la calle.

A los partidos del Botànic les urge reparar los daños cuanto antes, porque si no lo hacen esta crisis les va a amargar el último tramo del mandato. Desde que Pedro Sánchez llegó a la Moncloa Ximo Puig no ha hecho sino ver cómo disminuía su autoridad y ahora, esta prueba no buscada, va inevitablemente a dar la medida de su mando en plaza. Es él el que está impelido a resolver la situación y apagar cuanto antes el incendio que, entre unos y otros, le han prendido en casa. Si la cosa se empantana, o si se la resuelven en vez de resolverla, el que se quemará es el president. Con motivo o sin él, y aunque sea humano resistirse a los hechos, Rodríguez ya está abrasado y Ábalos no se juega nada en esta partida o, por mejor decir, tiene todo por ganar y nada que perder en ella. Compromís, por su parte, luce ya dos dentelladas y las dos las ha sufrido en el mismo flanco, el del Bloc, el partido más veterano de los que forman la coalición y, tal vez por eso, el que mayores conflictos aporta a la misma. Una más, y los equilibrios internos se tornarán imposibles en el peor de los momentos, con las urnas a la vuelta de la esquina y con Podemos esperando una oportunidad que le devuelva la relevancia perdida. Mala cosa para una Mónica Oltra que cada vez que se encuentra un contratiempo (y el de ahora no es pequeño) sorprende a propios y extraños afrontándolo más como un desafío de tipo personal que como una cuestión política. El problema es que la distancia entre su «tirón» externo y su liderazgo interno se revela cada día mayor.

Una cosa más: la detención de Rodríguez y los suyos ha tenido el efecto secundario de reverdecer el debate sobre las diputaciones provinciales, definidas por algunos como meros nidos de chanchullos sin más aportación al buen gobierno de los ciudadanos. Convendría no olvidar que la corrupción ha afectado a los principales ayuntamientos de esta Comunidad y a la misma Generalitat, en la que el número de consellers imputados y/o condenados ha sido tan elevado que hay que hacer un esfuerzo para recordarlo con precisión. ¿Qué hacemos entonces? ¿Arrasamos todas las instituciones porque todas hayan sido mancilladas? Cuidado, que hay operativos que los carga el diablo.

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