El permanente chantaje al que someten al Estado español algunos nacionalismos obligan a repensar un nuevo modelo territorial que acabe con esta especie de supremacismo identitario y egoísta que, de perdurar, solo puede conducir a un enfrentamiento cada vez más violento entre una parte de la sociedad, los independentistas más irredentos y que constituyen el núcleo duro de ese nacionalismo, y de otra, los poderes del Estado y sus legítimos instrumentos de represión. Que, no olvidemos, pueden y deben ser dirigidos contra quienes intentan violentar el orden constitucional vigente al margen de lo que dictan sus normas.

Las crisis de gobernabilidad a las que con gran afán destructivo contribuyen estos separatismos, y que forma parte de sus estrategias de extorsión, provocan inestabilidad en las finanzas públicas en un momento en que el país tiende a recuperarse de una crisis importada por su cada vez mayor integración en la economía global, pero también, no debemos olvidarlo, alentada a través del suelo patrio y de la corrupción en el sector público.

Los nacionalismos en la España actual surgen con más fuerza cuando la redistribución de la riqueza se hace más necesaria ante el freno al crecimiento de una economía que arrastra históricamente graves problemas estructurales. Las burguesías de las regiones más ricas, cultas y prósperas de España, la vasca y la catalana, se revuelven en sus distinguidos aposentos cuando le mientan la bicha de la solidaridad interregional. Ante ello, los vascos se encuentran protegidos por su cupo medieval, que los hace inmunes a las deficiencias del reparto de los recursos del Estado y contemplan con cierta satisfacción como su renta per cápita se dispara sobre el resto de los españoles. Los catalanes, sin embargo, sin cupo o concierto que los ampare, claman por doquier un derecho a decidir su pertenencia o no al Estado español. Un derecho que se contrapone a otros y que se basa en una falacia incalificable como es la que Cataluña es una colonia española conquistada a través de las armas por un Borbón en 1714 y que nada ha cambiado desde entonces.

Se impone una reforma territorial, en efecto, porque si algo se puede criticar al texto constitucional que nació de la transición a la democracia en España, esto sería sin duda el capítulo que trata de las comunidades autónomas, un remedo de federalismo que con el tiempo se ha visto como un modelo que, en su actual configuración, produce ineficiencias en la economía y distorsiones que repercuten en el sistema político español.

Cuando factores inesperados obligan a intervenir a los entes regionales para una mayor eficacia en la estabilización económica, bien con medidas de apoyo bien con la implantación de políticas propias de reactivación, la ausencia, cuando no obstrucción intencionada, de cooperación y colaboración de todas las administraciones autonómicas ha sido causa de fallos en la economía y de una salida más lenta de la crisis.

Cualquier modelo de descentralización es positivo si, además de acercar la burocracia administrativa a las necesidades ciudadanas, establece un equilibrio entre poderes territoriales que evite formas de despotismo o situaciones de discriminación o de privilegios hacia una clase o región determinada.

Esta segunda condición no se cumple para el Estado autonómico español en tanto en cuanto el Senado, que en teoría representa los intereses de cada autonomía, es inoperante en su configuración actual. Aunque no interese su reforma a los gobiernos, pues tendrían que prestarle más atención, ni tampoco a los partidos políticos, que no sabrían qué hacer con sus 250 senadores, en un modelo federal es fundamental mantener una segunda cámara que represente a las autonomías desde una posición de exigencia y de defensa de los intereses de cada una de ellas.

Por otra parte, las relaciones bilaterales entre el Estado y cada Comunidad Autónoma, en prejuicio de una más conveniente multilateralidad, conduce a privilegiar a aquellas autonomías que cuentan con fuerzas nacionalistas con capacidad para poner y quitar gobiernos, como ya estamos viendo con Cataluña y el País vasco. De ahí que sea de máxima urgencia potenciar las conferencias sectoriales y las presidenciales con la obligación de ser convocadas a solicitud de cualquiera de las comunidades y no solo por el ministro de turno o por la Presidencia del Gobierno central.

Sin embargo, estas reformas son despreciadas por los independentistas catalanes pues ven ahora, en la debilidad de un Estado sin fuelle político para acometer los cambios que su estructura institucional y política requiere, una oportunidad para reivindicar de nuevo al Archiduque Carlos, a sus seguidores y al siglo XVIII. Su anhelo, para qué negarlo, sería volver a la España de los Austrias y a su concepción confederal del Estado. Los vascos, mientras tanto, siguen disfrutando de los frutos caídos.