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Camilo José Cela Conde

Los nombres

No estoy demasiado seguro de si los alcaldes de este siglo se diferencian mucho o poco de los que había en la época de Franco. De todo el abanico de la gestión política, el que corresponde a las administraciones locales es el que más escapa al cepo ideológico y el que mejor se acerca a la condición esencial de lo que es el poder. Nadie como el alcalde está tan cerca de sus súbditos que, aunque les llamemos ahora ciudadanos, siguen siendo igual de dependientes de los caprichos de quien manda en ellos que durante la dictadura franquista.

Debe ser que el virus del poder es tan contagioso que no existe vacuna conocida que nos libre de él. Y una de las parcelas en que antes se manifiesta es en el del nomenclátor urbano. Cambiar el nombre a las calles ha sido en estos dos siglos que nos ha tocado vivir a muchos de nosotros una constante. Menos mal que los ciudadanos «esta vez sí» por mucho que sus alcaldes insistan en que utilicen otros nombres de nuevo cuño, permanecen ajenos a la orden. Ni siquiera el generalísimo logró que los madrileños llamasen de otra forma a la Castellana, o a la Gran Vía. Ni siquiera logró triunfar al darle, ¡oh sorpresa!, una calle a Ortega y Gasset porque se le siguió llamando Lista. Sólo las vías de nuevo cuño se libran del peso de la tradición, y así les va. A la hora de nombrar la calle en la que viví durante décadas en Palma le rogué al teniente de alcalde encargado de los bautismos que no pusiese un obispo y la llamó Sor Francesca Verònica Bassa, una monja a la que no se recuerda ni en Google.

Nunca aprenderé a estarme callado. La última ocurrencia del Ayuntamiento de la capital de España es el cambiar la denominación del metro de Atocha, que se llama igual que la calle y la estación a las que da. La concejala al mando (y abuso), Rosalía Gonzalo, ha explicado que se le va a llamar «Estación del Arte», con mayúsculas, para clarificar el uso y destino de los viajeros que van en el metro, sobre todo los turistas. La frase anterior no es mía sino de la señora concejala aunque ella puso lo de metro también en mayúsculas, no sea que los usuarios lo confundan con la vara de medir, digo yo. Para quien no esté al tanto, cerca de Atocha quedan los tres grandes centros madrileños del arte, cosa que saben los vecinos de la capital, los turistas e incluso los advenedizos. Así que despojar al metro de uno de los nombres más castizos del nomenclátor de Madrid es, sobre ocioso, inútil. Incluso da un poco de grima lo de pedir un billete para la estación de las artes pero eso, al menos, nos lo ahorramos porque ya no hay taquillas en el metro; sólo máquinas sin alma ni capacidad alguna de reírse de nosotros, salvo en clave de confusión. Igual es esa la salida: que las calles las nombren las máquinas de manera directa y sin necesidad de respeto alguno a las tradiciones. O les den un número. Al fin y al cabo, a nadie se le escapa lo que es la Quinta Avenida de Nueva York.

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