Hubo un tiempo feliz en el que todos los políticos del mundo se preocupaban por aparecer ante el electorado como buenas personas y como tipos sensibles. Hasta los peores hijos de puta hacían un ejercicio de fingimiento y se esforzaban en esconder las partes más terroríficas de sus programas electorales bajo un envoltorio de metáforas épicas o de eslóganes vacíos, que igual valían para pedir la paz universal que para invadir Polonia. La historia reciente de la Humanidad está llena de lobos que llegaron al poder envueltos en una piel de cordero y que nada más sentarse en la poltrona, empezaron a repartir dentelladas hasta dejar un rastro sangriento de dolor y de destrucción.

La nueva política internacional está acabando con la vieja costumbre de guardar las apariencias y ha desatado una oleada de grosera sinceridad, que ha llenado el cuadro de honor de algunos de los principales países del mundo con una cuadrilla de lobos con piel de lobo, especializados en retorcer las reglas más básicas de la democracia hasta dejarlas irreconocibles. Desde el todopoderoso Donald Trump al inenarrable ministro de Interior italiano Matteo Salvini, pasando por los innumerables líderes de ultraderecha que triunfan en diferentes países europeos, todos coinciden en una característica común: han llegado al gobierno mostrándose tal y como son, como unos perfectos energúmenos carentes del más mínimo sentimiento de humanidad. Esta gente ha conseguido un masivo apoyo popular esgrimiendo ante la ciudadanía una propuesta política llena de racismo, de mezquindad y de cruel desprecio hacia los más débiles. Son los malos de la película y viven de ejercer ese papel, aunque para ello tengan que convertir el normal ejercicio de la política en una especie de circo lleno de gestos amenazantes y de decisiones brutales dignas del más despiadado de los dictadores.

Millones de ciudadanos del presunto mundo civilizado se levantan una mañana y deciden entregarle su voto a unos tipos que encierran a los niños en jaulas, que gastan miles de millones en construir muros entre países, que hacen chistes macabros sobre inmigrantes que están a punto de morir de hambre en un barco perdido en medio del mar o que montan campos de concentración para los refugiados que vienen huyendo de la muerte. La situación se muestra en toda su gravedad, si se tiene en cuenta que estos votantes están perfectamente avisados, ya que los gobiernos que están llevando a cabo estos crímenes de lesa humanidad han llegado al poder anunciando por tierra, mar y aire sus siniestras intenciones. Aquí, no hay engaños. Esta vociferante jauría de demagogos se limita a cumplir escrupulosamente su programa electoral, por repugnante que éste sea.

En los escasos países en los que aún mandan políticos normales, la llegada de estos nuevos bárbaros se ha acogido con una paralizante estupefacción. Nadie ha sido capaz de elaborar un análisis medianamente consistente sobre las causas últimas del problema. En vez de eso, nos limitamos a escandalizarnos y a hacer bromas despectivas sobre la solvencia intelectual de unos electores que son capaces de darle el timón de la nave a esta legión de frikis agresivos. Mientras tanto, la ola de intransigencia y de tremendismo se extiende como una mancha vergonzosa por el denominado mundo libre, convirtiéndose en una amenaza real hasta para las democracias más sólidas.

Algo muy raro debe haber pasado en los últimos años para que las gentes de unos países de larga tradición humanística y cultural hayan decidido poner sus destinos en manos de unas opciones políticas que destilan maldad en estado puro, egoísmo llevado a la enésima potencia y unos planteamientos intelectuales de saldo, que hace sólo un par de décadas habrían parecido ridículos. Es muy difícil explicar el origen de este espectacular cambio de mentalidades, que en muy poco tiempo ha borrado todos los matices de la gran política para sustituirlos por una visión del mundo tan falsa como simplista.

A falta de un remedio efectivo contra esta epidemia, la única opción que les queda a los gobiernos decentes es practicar hasta el agotamiento aquellas cosas que estos monstruos políticos combaten con saña. La única vacuna contra los malos son los valores democráticos y la solidaridad entre los pueblos. Tal vez por eso, montajes como la recepción en València del barco Aquarius y la posterior atención a los inmigrantes cobran tanta importancia. No estamos ante una mera operación asistencial, estamos ante un desafío al violento nuevo orden mundial que nos quieren imponer, estamos ante un auténtico acto de resistencia del que sólo cabe sentirse orgullosos.