El determinismo, casi religioso, con el que tratamos en España todo lo relativo a cuestiones de liderazgo, especialmente en la política, es una herencia más gravosa que nuestro irreductible fatalismo. Seguimos pensando que el líder nace y no entendemos que la principal virtud humana es cambiar en función del entorno. La inteligencia de un líder se plasma por encima de todo en la capacidad de adaptarse para prevalecer y no seguir el dictado de un relato imposible de cambiar. Digo todo esto por el miedo escénico que invade las filas del PP ante una situación en la que hay que elegir un líder que no será indiscutible y no vendrá señalado por algún dedo infalible. Y todo porque el presunto elegido, Núñez Feijóo, se ha negado a ejercer de mesías y ha pedido que apartaran de él ese cáliz. Es llamativo que esto suceda cuando el 'antilíder' hasta hace apenas unas pocas semanas gobierna este país y sube enteros día tras día de forma imparable. Y cuando es más que evidente que el Pedro Sánchez de hoy ya tiene poco que ver con el que fue derrotado por su partido y se marchó, no lo olvidemos, desahuciado de la política. Es difícil saber si será Sáenz de Santamaría, Cospedal o Casado quien lidere el nuevo PP, pero de lo que estoy seguro es de que quien logre vencer no será, al día siguiente, la misma persona que fue. No valdrá su pasado, valdrá su futuro y su capacidad de cambiar. El día a día del poder construye a los líderes. Hasta Torra empieza a entenderlo en Cataluña y es su propio pueblo quien le pide que se deje de interinidades y sea el presidente que quiera ser, sin pedir la venia al fantasma de Berlín hasta para ir al baño, según reflejó el fin de semana una encuesta de La Vanguardia. El PP va a zambullirse en territorio desconocido: crear un líder fuera de la zona de confort del dedazo. Una oportunidad para dejar a un lado ese concepto determinista que les atenaza antes de dejar crecer a quien elijan.
