Cualquier tiempo pasado fue mejor. Es un dicho tan repetido como, seguramente, falso. Lo cierto e indiscutible es que en cualquier tiempo pasado eramos más jóvenes, y en el fondo lo que estamos diciendo es eso: cualquier tiempo pasado fue mejor, para nosotros, porque éramos más jóvenes. «No dormir era más dulce que soñar y envejecer con dignidad una blasfemia» canta Sabina, aunque ahora lo niegue todo. Cuando los años le alcanzan y la afonía le calla, envejecer con dignidad puede ser un pecado tan irresistible, como cualquier otro pecado. Por eso, los que contamos los años por los que nos quedan, sonreímos socarronamente ante el afán con que intentamos salvaguardar el divino tesoro de la juventud. Unos se confían a la criogenia y otros al mentiroso espejito mágico, y todos idolatran a Peter Pan. Los psicólogos andan discutiendo si el síndrome de Peter Pan existe o no existe, llevan así desde hace más de 30 años, desde que el doctor Dan Kyley intentara caracterizar al hombre que nunca crece, que siempre es niño. Algunos ven en este síndrome un problema muy extendido en la sociedad moderna post industrial, o sea la nuestra.

El síndrome de Peter Pan se caracteriza por la inmadurez en ciertos aspectos psicológicos y sociales. Por algunos rasgos de falta de responsabilidad, rebeldía, cólera, narcisismo, arrogancia, dependencia, negación del envejecimiento, manipulación y la creencia de que está más allá de la sociedad y las normas establecidas. No debe ser un problema muy grave: los psicólogos dicen que no es una psicosis, sino más bien un tipo de personalidad estancada en la infancia o simplemente un trastorno de carácter. Claro que un carácter es normal cuando se presenta con bastante frecuencia; lo patológico oficial suele ser lo excepcional o poco frecuente.

Peter Pan idealiza la juventud y verbaliza que no quiere envejecer. Yo no sé ustedes, pero tengo la impresión de que nuestra sociedad sitúa la juventud como ideal y el narcisismo es el síntoma más frecuente. No diré yo que esté muy generalizado el miedo a crecer, pero si tengo la impresión de que hay un exagerado cuidado del propio cuerpo para mantenerse joven, al menos en apariencia. Se han fijado ustedes en la proliferación en el centro de las ciudades, también en la nuestra, de locales de servicio y cuidado del cuerpo: centros de estética, gimnasios, peluquerías, locales de belleza, de cuidado de uñas, de piel, de masajes,... por no hablar de los más próximos a profesiones sanitarias. Hace unas décadas el centro lo ocupaban los bancos que habían desplazado a conventos e iglesias. Hoy muchas oficinas bancarias han cerrado, y los únicos locales que proliferan a diestra y siniestra, en el centro y en los barrios, son los dedicados al cuidado del propio cuerpo los que intentan mantenernos jóvenes. Jóvenes y guapos.

Tampoco hay que dejarse llevar por las apariencias, en esta sociedad queremos seguir jóvenes; pero son los mayores, y especialmente los hombres mayores, los que ocupan los puestos de mando, de prestigio y de riqueza. Una cosa es aparentar ser jóvenes y otra serlo: los más jóvenes tienen menos recursos, peores o ningún empleo, y mandan poco. Los del complejo de Peter Pan son los «mayores» que añoran la juventud y se atrincheran en su estatus -el que tanto les ha costado conquistar- mientras pregonan y defienden la identidad colectiva, enamorados de su obra, orgullosos del colectivo. Incluso, en algunos países o estados vecinos, en ocasiones, ese narcisismo colectivo para reafirmarse necesita contraponerse, insidiosamente, a los otros. Esos «otros», los que vienen de fuera, son distintos y además son provocativamente jóvenes.

Los «¡guapa!», «¡guapo!» desafían el machismo y proliferan en todos los barrios. Las Hogueras son unas fiestas jóvenes, protagonizadas por jóvenes, de veinteañeros o treintañeros deslumbrantes. Llenan el sueño de trasnoches y el día de guiños somnolientos. Son una mascletà de bullicio, luz, color y fuego. La incontinencia veraniega se desborda por doquier. El narcisismo colectivo proclama «la millor terra del món» por calles y plazas, mientras llena el aire de compases y humo. Y por muchas cremàs que vivamos siempre pretenderemos protagonizarlas jóvenes y queriéndonos un poco más. Al menos, siempre podremos proclamar: ¡Que nos quiten lo bailado!